El beso de la mujer araña de Bill Condon es una ambiciosa mezcla entre drama político y musical hollywoodense que explora el poder del deseo y la evasión. Visualmente deslumbrante y sostenida por un gran elenco con Jennifer Lopez y Diego Luna brillando.
FICM 2025 | El beso de la mujer araña (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Bill Condon
Reparto: Jennifer Lopez, Diego Luna, Tonatiuh Elizarraraz y Bruno Bichir
Hay películas que parecen hechas para descolocar. El beso de la mujer araña, dirigida por Bill Condon, es una de ellas: una obra que se atreve a cruzar el realismo político con el artificio desbordante del musical hollywoodense, y que encuentra en esa contradicción su encanto y su debilidad. Adaptación del musical de Terrence McNally —a su vez basado en la novela de Manuel Puig—, la película que llega como un objeto anacrónico y fascinante.
La historia sigue a Valentín (Diego Luna), un preso político en la Argentina de los años 80, que comparte celda con Luis Molina (Tonatiuh Elizarraraz), un escaparatista gay encarcelado por escándalo público. En medio de la represión y la desesperanza, Molina evade la realidad relatando a su compañero la trama de un musical protagonizado por su diva favorita, Ingrid “La Luna” Luna (Jennifer Lopez). Este relato paralelo, cargado de technicolor, coreografías y artificio, se convierte en una vía de escape —para los personajes y para el propio espectador— del horror de la prisión.
Condon, veterano del género tras Chicago y Dreamgirls, intenta equilibrar los dos mundos: el drama político carcelario y la fantasía musical. Su apuesta, sin embargo, se sostiene en una cuerda floja. Hay una tensión evidente entre el esplendor del espectáculo y la oscuridad del encierro, y el filme nunca termina de resolverla. Si bien el director logra momentos de brillantez visual —especialmente en los números encabezados por López, que desborda carisma y presencia—, el montaje carece de cohesión. Los saltos entre la realidad y la ensoñación son abruptos, lo que diluye parte del impacto emocional de la historia central.

No obstante, el corazón de la película reside en el vínculo entre Molina y Valentín. Tonatiuh Elizarraraz, en un papel exigente, ofrece una interpretación llena de ternura y vulnerabilidad, aunque por momentos recae en el exceso teatral. Luna, en cambio, se muestra más contenido, aportando el peso emocional que sostiene el eje dramático. Juntos, construyen una relación que evoluciona de la desconfianza a la complicidad, y que encuentra en el intercambio de historias una forma de resistencia. Condon parece comprender que en el arte —en el acto mismo de imaginar— hay una forma de libertad.
Jennifer Lopez, por su parte, encarna a Ingrid con una mezcla de ironía y glamour que roza lo camp. Su presencia es una declaración de principios: El beso de la mujer araña no busca esconder su artificio, sino celebrarlo. López brilla en los números musicales, aunque las canciones de Kander y Ebb no siempre estén a la altura de su interpretación. La película, en sus mejores momentos, logra capturar esa euforia momentánea del cine clásico que Puig tanto admiraba: la promesa de que, por un instante, el dolor puede disolverse en un gesto coreografiado.
Sin embargo, el mayor problema del filme radica en su falta de riesgo político. Donde la novela de Puig y la película de Héctor Babenco (1985) abordaban con crudeza la represión, la sexualidad y la traición, Condon opta por un tratamiento más pulido y complaciente. La dictadura argentina es apenas un telón de fondo; el sufrimiento de los personajes se atenúa en beneficio del espectáculo. El resultado es un film visualmente suntuoso, pero emocionalmente desinfectado.
Aun así, hay algo irresistible en su ambición. En un panorama cinematográfico que suele temer al exceso, Condon entrega una obra imperfecta pero apasionada, donde la evasión es también una forma de supervivencia. El beso de la mujer araña no alcanza la densidad simbólica de su fuente literaria ni la contundencia del musical original, pero su caos, su brillo y su melancolía le otorgan una rareza necesaria.
En última instancia, la película se sostiene por la contradicción que la define: es una historia de cautiverio narrada como una fantasía liberadora. Entre barrotes y lentejuelas, Condon recuerda que el deseo —ya sea político, erótico o estético— siempre busca una salida. Y aunque su propuesta tropiece entre lo sublime y lo superficial, su atrevimiento merece ser celebrado en una era donde el cine, demasiado a menudo, teme ser algo más que correcto.