Frankenstein de Guillermo del Toro es una obra visualmente deslumbrante pero emocionalmente contenida. Aunque el director logra una adaptación fiel y estéticamente majestuosa del clásico de Mary Shelley, su barroquismo termina por sofocar la fuerza del horror y la tragedia.
FICM 2025 | Frankenstein (2025)
Puntuación: ★★★
Dirección: Guillermo del Toro
Reparto: Osar Isaac, Jacob Elordi, Christoph Waltz, Mia Goth, Felix Kammerer y Charles Dance
Guillermo del Toro parecía estar destinado a filmar Frankenstein. Desde sus inicios, su cine ha girado en torno a los límites de la creación, la empatía hacia lo monstruoso y la poética del ser marginado. En títulos como El espinazo del diablo, Hellboy o La forma del agua, el realizador mexicano ha explorado la relación entre la humanidad y lo aberrante, desafiando la noción de monstruo como antítesis del hombre para convertirlo en su reflejo más sensible. Por ello, su versión del clásico de Mary Shelley era esperada como la culminación de un discurso cinematográfico que lleva más de dos décadas gestándose. Sin embargo, aunque Frankenstein es un espectáculo visual imponente, también representa el punto donde el deltorismo se vuelve tan autoconsciente y decorativo que termina encerrando su propio corazón bajo una cúpula de cristal.
La película se abre con una secuencia gélida en el Ártico, donde un barco encallado se convierte en fortaleza contra una criatura indestructible. Este prólogo, que recuerda al clímax del texto de Shelley, marca desde el inicio la ambición estética de Del Toro: cada plano parece una pintura viva, una fusión de romanticismo y ciencia, de anatomía y arte. El diseño de producción, saturado de detalles victorianos, y la iluminación que alterna entre la calidez de los laboratorios y la frialdad azul del hielo, revelan un dominio absoluto de la imagen. No hay duda de que el director filma con la precisión de un orfebre. Pero esa misma precisión se transforma en su condena: Frankenstein es tan perfecta en su acabado que se vuelve incapaz de respirar.
Oscar Isaac interpreta a Victor Frankenstein con una intensidad intelectual que roza la obsesión religiosa. Su Frankenstein no es tanto un loco científico como un idealista herido, un hombre que confunde el deseo de conocimiento con el poder de la divinidad. Su relación con la criatura está marcada por una tensión entre la fascinación y el rechazo, una dialéctica que debería sostener la película desde el drama y no desde la estética. No obstante, Del Toro parece más interesado en contemplar el dolor que en hacerlo estallar. Su puesta en escena, barroca y simétrica, carece de la visceralidad que el mito demanda.

Es en la criatura donde se condensa el mayor conflicto del filme. Jacob Elordi, en su interpretación del monstruo, ofrece una lectura que intenta alejarse del arquetipo grotesco para construir un ser de extraña elegancia y silenciosa tristeza. Sin embargo, esa apuesta por la belleza física del intérprete debilita el dramatismo del personaje. El monstruo de Elordi no produce compasión ni temor: resulta demasiado humano, demasiado contenido. A diferencia de los Frankenstein de Boris Karloff o Robert De Niro, cuya corporeidad expresaba la brutalidad de la creación, aquí la monstruosidad se disuelve bajo la sofisticación del actor. El resultado es una figura que emociona más por lo que sugiere que por lo que provoca.
La fragilidad de la interpretación de Elordi también afecta la estructura dual de la película. La decisión de Del Toro de dividir el relato en dos perspectivas —la del creador y la del creado— es, en principio, brillante. Permite equilibrar la mirada racional del científico con la subjetividad doliente de su criatura. No obstante, el segundo acto, narrado por el monstruo, carece de la densidad emocional necesaria para sostener la tensión. La voz de la criatura, que en el texto de Shelley encarna la tragedia del conocimiento y la soledad, aquí suena más como un eco melancólico dentro de una catedral visual.
Donde Del Toro sí acierta con maestría es en la construcción de sus personajes secundarios. Mia Goth, como Elizabeth, aporta una sensualidad inquietante y una ligereza inusual en el universo del director. Su escena en el confesionario —en la que confiesa su ira hacia Victor mientras él escucha desde el otro lado del panel— es uno de los momentos más humanos y juguetones del filme. Christoph Waltz, como el tío y mecenas Harlander, introduce un matiz perverso que recuerda al capitalismo científico que Shelley ya criticaba en el siglo XIX. Su financiación del experimento es la metáfora perfecta del poder que manipula la ambición del genio.

En el plano temático, Frankenstein reafirma las obsesiones de Del Toro: la idea de que el verdadero monstruo es la incapacidad humana de amar, la violencia que ejerce la sociedad sobre lo diferente, la búsqueda de una forma de redención en la creación. Sin embargo, lo que en otras películas suyas fluía con naturalidad, aquí aparece subrayado con una solemnidad excesiva. En La forma del agua, el amor entre la mujer y la criatura era un acto de resistencia; en Frankenstein, el amor entre el creador y su creación es un símbolo de culpa, pero carente de emoción tangible. Del Toro parece atrapado en su propio mito, incapaz de soltar la mano del académico para abrazar al monstruo.
En comparación con Poor Things de Yorgos Lanthimos —otra reinvención reciente del mito de Frankenstein—, la película de Del Toro se muestra conservadora. Mientras Lanthimos se atreve a explorar la sexualidad, el absurdo y la liberación del cuerpo femenino desde la deformidad y la sátira, Del Toro se queda en la contemplación reverente. Frankenstein es un acto de amor hacia la literatura gótica, pero también una obra que teme ensuciar su belleza con el caos que Shelley entendía como esencia del ser humano.
En última instancia, Frankenstein de Guillermo del Toro es una obra fascinante pero desequilibrada, un poema gótico filmado con la mano de un pintor más que con el pulso de un narrador. Su majestuosidad formal deslumbra, pero su emoción se disipa en la neblina de su propia perfección. Es, en esencia, la película de un creador que ha construido algo demasiado hermoso para vivir.