La cronología del agua | Review

La cronología del agua marca el debut de Kristen Stewart como directora y demuestra una voz autoral intensa, aunque todavía desbordada. Adaptando las memorias de Lidia Yuknavitch, Stewart construye un film fragmentado y visceral sobre el trauma, el deseo y la reconstrucción personal.
FICM 2025 | La cronología del agua (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Kristen Stewart
Reparto: Imogen Poots, Thora Birch, James Belushi, Tom Sturridge y Earl Cave

El debut como directora de la nominada al Oscar Kristen Stewart, La cronología del agua, no busca la contención ni la elegancia: es un salto directo al caos. Adaptando las memorias de Lidia Yuknavitch —una escritora que encontró en la literatura y la natación un modo de sobrevivir a la violencia y al abuso—, Stewart firma un film que vibra entre lo confesional y lo alucinatorio. Su ópera prima no es perfecta, ni lo pretende: está llena de repeticiones, desbordes y rupturas de tono. Pero precisamente en esa imperfección radica su autenticidad. Stewart no dirige desde el control, sino desde la herida abierta.

Desde los primeros minutos, la película establece un ritmo interno que responde más al flujo de la conciencia que a la lógica narrativa. La voz en off de Lidia (una magnética Imogen Poots) no narra tanto los hechos como los sentimientos que se filtran entre ellos. Las imágenes —a menudo fragmentadas, filmadas en 16 mm o Super 8— se convierten en la materia emocional del recuerdo. Lo que interesa no es la cronología de los eventos, sino el modo en que la memoria los reorganiza para poder sobrevivirlos. Stewart filma el trauma como un océano: vasto, impredecible y siempre al borde del ahogo.

En esa deriva visual y emocional, el agua se impone como metáfora central: el líquido donde Lidia encuentra refugio y también condena. Nadar no es solo una disciplina, sino una forma de anulación del yo, una suspensión de la conciencia. En el agua, la protagonista puede ser libre porque deja de ser. Esa ambivalencia —entre el placer y la autodestrucción, entre el deseo y la culpa— es lo que convierte a La cronología del agua en una obra que, aunque irregular, posee una intensidad sincera y desarmante.

El problema, sin embargo, surge cuando esa intensidad se convierte en un sistema. A medida que avanza, el film cae en la repetición simbólica, en la insistencia de imágenes que ya han revelado su verdad. Stewart se deja arrastrar por la estética del exceso: montajes que rozan la saturación, metáforas subrayadas y una compulsión por reafirmar el trauma desde todos los ángulos posibles. Lo que en su primera mitad era un torrente emocional se convierte, en la segunda, en un discurso circular que se ahoga en su propio dolor. Es aquí donde La cronología del agua se aproxima peligrosamente al shock value emocional: la búsqueda de conmoción por encima de la exploración interior.

Aun así, hay algo profundamente valiente en la propuesta. Stewart no intenta suavizar ni embellecer lo indecible: se atreve a mirar de frente la ambigüedad de un deseo que nace del dolor, la forma en que los abusos se filtran en la identidad sexual, y la delgada línea entre la autoexploración y la autodestrucción. Imogen Poots ofrece una actuación feroz, física, desgarrada, mientras Stewart la acompaña con una cámara que nunca la traiciona. En su relación con el cuerpo y con el agua, el film encuentra sus momentos más genuinos: los de una mujer que solo puede ser libre si se sumerge completamente en su pasado.

Sin embargo, el riesgo de La cronología del agua es que su honestidad se convierte en exhibición. En su afán de desnudar el alma, Stewart a veces confunde la catarsis con el artificio. Hay planos y decisiones que parecen buscar la intensidad antes que la claridad, como si la película necesitara recordarse constantemente que está sufriendo. Y, sin embargo, incluso en su exceso, hay verdad. Stewart logra capturar esa textura caótica del trauma, su imposibilidad de orden y su circularidad emocional.

En última instancia, La cronología del agua es un filme que respira, se tambalea y se ahoga con la misma furia con que su protagonista intenta nadar hacia la superficie. Su fuerza reside en no esconder sus cicatrices. Stewart debuta como una autora más interesada en explorar que en complacer, consciente de que el arte, como el agua, no siempre limpia: a veces solo nos enseña a flotar entre los restos.

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