Shinobu Yaguchi revitaliza el J-Horror con una propuesta que combina terror atmosférico y drama psicológico. Lejos de los sustos fáciles, la película construye su miedo desde el duelo y la maternidad.
Dollhouse (2025)
Puntuación:★★★★
Dirección: Shinobu Yaguchi
Reparto: Masami Nagasawa, Kôji Seto, Tetsushi Tanaka, Ken Yasuda y Jun Fubuki
Disponible en cines
El cine de terror japonés ha vivido múltiples transformaciones desde los días gloriosos de Ringu (1998) y Ju-On (2002), cuando la inquietud se filtraba en los silencios y los pasillos oscuros más que en los sobresaltos. En años recientes, el género parecía haber perdido su filo entre fórmulas repetitivas y tramas que privilegiaban lo grotesco sobre lo psicológico. En ese contexto, Dollhouse, del director Shinobu Yaguchi —conocido más por su vena cómica y humanista que por su inclinación al terror—, emerge como una inesperada revitalización del J-Horror. Una película que rehúye el efectismo para abrazar el desasosiego, el duelo y la culpa como auténticas fuentes del horror.
La premisa es sencilla pero profundamente perturbadora: Yoshie (Masami Nagasawa) pierde a su hija de cinco años, Mei, en un accidente trágico. En su proceso de duelo, adquiere una muñeca antigua que le recuerda a la niña fallecida. Lo que comienza como un intento terapéutico por llenar el vacío se transforma en una espiral de obsesión y miedo, donde lo sobrenatural se confunde con lo emocional. Yaguchi utiliza esta historia para explorar los límites de la maternidad y la salud mental, convirtiendo el dolor en un vehículo para el terror atmosférico más puro.
A diferencia de los clásicos del género, Dollhouse no busca el susto fácil ni el monstruo tangible. Su horror proviene de lo que no se ve, de lo que se insinúa. La muñeca nunca actúa directamente, pero su presencia contamina cada plano: una mirada fuera de foco, un leve movimiento, un susurro casi inaudible. El miedo surge del fuera de campo, del silencio, de la imaginación. Este enfoque recuerda a las raíces del J-Horror, donde el terror se erigía sobre la atmósfera y la sugestión antes que sobre la violencia explícita.

La influencia de Ringu y Ju-On es palpable no solo en la estética —la iluminación tenue, los encuadres asfixiantes, los tonos fríos— sino también en la estructura narrativa. Como aquellas, Dollhouse construye una tensión progresiva que transforma lo cotidiano en amenaza. Sin embargo, Yaguchi lleva el subgénero hacia un terreno más introspectivo: detrás del espectro de la muñeca se oculta un retrato devastador del duelo y la imposibilidad de aceptar la pérdida. La muñeca no es tanto un objeto maldito como una extensión del trauma, una metáfora del dolor que no cicatriza.
La película destaca, además, por su valentía emocional. Yaguchi dota al relato de una sensibilidad que rara vez se ve en el terror contemporáneo. El vínculo entre Yoshie, su esposo Tadahiko (Koji Seto) y su segunda hija Mai se va deteriorando ante la imposibilidad de reconciliar el pasado con el presente. El guion no se conforma con narrar un caso de posesión, sino que indaga en la forma en que la muerte desestructura la familia, cómo el amor se convierte en obsesión y cómo el consuelo puede ser también una condena. En ese sentido, Dollhouse recuerda a los mejores momentos de Dark Water (Hideo Nakata, 2002), donde la maternidad y el miedo se entrelazan hasta ser indistinguibles.
Aunque Yaguchi coquetea con ciertos clichés del género —el origen maldito del objeto, las advertencias ignoradas, los sueños premonitorios—, su dirección mantiene un equilibrio admirable entre lo clásico y lo contemporáneo. La cámara se desliza lentamente, casi con pudor, por los espacios domésticos, transformando lo familiar en algo ajeno y amenazante. Cada plano parece estar cargado de una melancolía latente, como si el dolor impregnara no solo a los personajes sino también al entorno.
En el marco del J-Horror moderno, Dollhouse representa un regreso a la esencia: el miedo que nace de la emoción, no del impacto visual. Es un recordatorio de que el terror más efectivo no proviene de lo monstruoso, sino de lo humano. Yaguchi entiende que la verdadera pesadilla es la incapacidad de soltar el pasado, de mirar hacia adelante sin ser arrastrado por la culpa.
A nivel cinematográfico, el filme no solo es una pieza de horror, sino también un drama psicológico disfrazado de maldición. Su capacidad para generar tensión a través del ritmo, los silencios y la sugerencia la posiciona como una de las películas más significativas del renacer del J-Horror. En una época saturada de terror digital y efectos exagerados, Yaguchi apuesta por lo intangible, lo insinuado, lo emocionalmente devastador.
Quizás Dollhouse no provoque pesadillas en el sentido tradicional, pero deja una huella más profunda: la sensación persistente de que el verdadero horror no proviene de una muñeca, sino de los fantasmas que creamos para sobrevivir al dolor. Es, en definitiva, un regreso al miedo invisible que definió el J-Horror y una obra que confirma que el terror japonés, cuando se atreve a mirar hacia adentro, sigue siendo imbatible.