Ben Leonberg crea un curioso ejercicio de horror psicológico que destaca por su atmósfera y por la expresividad de su protagonista canino, Indy, aunque el filme cae en clichés y su guion resulta predecible.
Good Boy (2025)
Puntuación: ★★★
Dirección: Ben Leonberg
Reparto: Indy, Shane Jensen y Larry Fessenden
Disponible en cines
En Good Boy, Ben Leonberg transforma un gesto íntimo —la relación entre un hombre y su perro— en una exploración de lo sobrenatural y la soledad. El filme parte de una premisa sencilla: Todd, un hombre marcado por el trauma, se muda con su perro Indy a una casa rural donde fuerzas extrañas comienzan a acecharlos. Sin embargo, lo que podría haberse reducido a otro relato de “casa embrujada” adquiere una sensibilidad particular gracias a la mirada del director, quien convierte a su mascota en el eje emocional y visual del relato. Indy no solo es un testigo de los horrores, sino su traductor; su expresividad y naturalidad dotan al film de una autenticidad que muchas producciones del género no logran.
Leonberg, que también se encargó del guion, la fotografía y la edición, construye una atmósfera densa y opresiva, donde el silencio, la luz tenue y la soledad de los espacios rurales potencian la angustia psicológica. La cámara se posa en los gestos del perro con una devoción casi documental, lo que refuerza la sensación de realidad y de vínculo afectivo genuino entre los protagonistas. En ese sentido, Good Boy es tanto un film de terror como un ensayo sobre la empatía inter-especie, sobre cómo el miedo y la ternura pueden convivir en un mismo plano.
Sin embargo, la película no logra escapar del todo de los clichés del género. Los recursos narrativos —la tormenta, los ruidos inexplicables, las apariciones fugaces— siguen fórmulas reconocibles y, en ocasiones, previsibles. Esta dependencia de los lugares comunes le resta fuerza a una propuesta que, por momentos, parece tener la ambición de trascender lo genérico para adentrarse en el terreno del horror más emocional. El guion insinúa traumas y culpas en Todd, pero los mantiene en un nivel superficial, sin permitir que se integren del todo con la dimensión sobrenatural.
Aun así, Good Boy funciona como un curioso ejercicio de horror psicológico. Su mayor mérito radica en su coherencia formal: cada decisión visual y sonora parece nacer de la intención de construir un clima antes que de provocar un susto. Leonberg demuestra una notable sensibilidad para el ritmo y la espera, para esa tensión que se acumula lentamente hasta que el miedo se vuelve un estado más que un sobresalto.
En última instancia, Good Boy es una ópera prima imperfecta pero prometedora, donde lo experimental convive con lo sentimental. Si su guion cae en lo predecible, su apuesta por la mirada animal y por una narración íntima y paciente la redimen. Leonberg no solo dirige una película de terror: dirige una carta de amor a su perro y, de algún modo, a esa complicidad silenciosa que tantas veces nos salva del abismo.