Anémona marca el regreso de Daniel Day-Lewis y el debut de su hijo Ronan como director en un drama familiar de ambición expresionista. Aunque visualmente cautivadora, la película se ve atrapada por su propio simbolismo y una narrativa errática.
Anémona (2025)
Puntuación: ★★½
Dirección: Ronan Day-Lewis
Reparto: Daniel Day-Lewis, Sean Bean, Samuel Bottomley y Samantha Morton
**Vista en screening de prensa**
El regreso de Daniel Day-Lewis al cine después de ocho años debería sentirse como un acontecimiento íntimo y trascendental, y en cierto modo lo es. Pero Anémona, debut en la dirección de su hijo Ronan Day-Lewis, convierte ese reencuentro en un experimento emocionalmente árido, un drama familiar que intenta ser profundo a través del silencio, la atmósfera y la tristeza, pero termina asfixiado por su propio hermetismo. Es un film que parte de un gesto profundamente personal —un hijo dirigiendo al padre en un relato sobre culpa, distancia y redención— y lo transforma en una pieza de museo: fría, cuidadosamente compuesta, pero carente de vida.
Visualmente, Ronan Day-Lewis apuesta por una estética expresionista que busca traducir los estados emocionales de sus personajes mediante cielos plomizos, bosques en penumbra y encuadres cargados de simbolismo. El problema es que ese lenguaje visual, aunque bello en ocasiones, se vuelve reiterativo y termina diluyendo la tensión dramática. Las imágenes son tan conscientes de su peso que se sienten inmóviles, sin espacio para la espontaneidad o el respiro emocional. Ni siquiera la música de Bobby Krlic logra equilibrar la densidad del conjunto: su constante presencia ahoga los silencios que la película pretende utilizar como herramienta de comunicación.
Daniel Day-Lewis, por su parte, encarna a Ray Stoker con la intensidad que lo caracteriza: un hombre endurecido por los recuerdos, por la violencia heredada y por la imposibilidad de reconciliarse con el pasado. Su interpretación sostiene el film cada vez que aparece en pantalla, revelando que sigue siendo capaz de crear humanidad incluso dentro del artificio. Junto a Sean Bean y Samantha Morton, ofrece momentos de enorme verdad, pero estos destellos quedan atrapados entre el exceso de simbolismo y una estructura narrativa errática que interrumpe cualquier flujo emocional sostenido.

Lo más interesante de Anémona no es su trama ni su construcción visual, sino el diálogo intergeneracional que encierra. Ronan filma a su padre con devoción y cierta timidez, consciente del mito que carga, pero también intentando afirmarse como autor. Esa tensión —entre el homenaje y la independencia— late bajo cada plano, y aunque el resultado es irregular, tiene algo de conmovedor: el cine como intento de entendimiento entre padre e hijo. Aun así, el joven Day-Lewis no consigue transformar esa carga simbólica en una experiencia cinematográfica viva; su película se siente demasiado calculada, demasiado consciente de su gravedad.
Anémona es un ejercicio noble, lleno de intención y de amor, pero su solemnidad constante acaba desconectando al espectador. Hay belleza, sí, pero una belleza distante, más pensada que sentida. Quizás, con el tiempo, Ronan encuentre una voz menos rígida y más emocionalmente honesta. Por ahora, su debut funciona más como un gesto familiar que como una obra que respire por sí misma.