Guadagnino crea un complejo estudio sobre el prestigio, la moral y la necesidad de proteger la propia narrativa de uno mismo, y cuando estás chocan con una verdad siempre esquiva. El filme examina la fragilidad del ser humano, las disputa generacionales y los límites éticos de la legitimidad intelectual.
Cacería de brujas (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Luca Guadagnino
Reparto: Julia Roberts, Ayo Edebiri, Andrew Garfield, Michael Stuhlbarg y Chloë Sevigny
Disponible en Prime Video
Hay películas que no empiezan en la pantalla, sino en el cuerpo del espectador: una tensión que se instala antes del primer diálogo, un presentimiento de que lo que viene no busca complacer. Cacería de brujas (After the Hunt) pertenece a esa estirpe incómoda. Desde sus primeros compases no invita a entrar, sino que te empuja a un terreno movedizo donde la claridad moral se vuelve un lujo imposible. Es un film que obliga a afinar la mirada, no porque proponga enigmas sofisticados, sino porque recuerda que lo cotidiano —una conversación en un pasillo universitario, un comentario ambiguo, una memoria que no coincide del todo con otra— puede ser el verdadero campo de batalla ético.
Guadagnino parece encontrar en este caos discreto un material especialmente fértil. Su estilo, tan atento a los cuerpos, a la fricción invisible entre ellos, a las contradicciones emocionales que se cuelan en una frase inocente, funciona aquí como un bisturí. La película está construida sobre tensiones microscópicas: la respiración contenida de un estudiante, un cruce de miradas que no se interpreta igual desde ambos lados, un gesto de cortesía que podría no serlo. Esa minuciosidad sensorial, habitual en Guadagnino, adquiere en este contexto una carga ética: cada plano es una declaración sobre la imposibilidad de juzgar sin asumir un grado de incertidumbre.
El guion de Nora Garrett sostiene esa arquitectura con ambición, pero también con una ansia de abarcar que a veces traiciona la precisión del conjunto. El film quiere mapearlo todo: la cultura universitaria, la idolatría académica, el trauma, el poder institucional, la fragilidad del prestigio, la paranoia social, la maquinaria del #MeToo y sus ramificaciones más incómodas. En su intento por abrir múltiples puertas, algunas quedan apenas entreabiertas, y otras se sienten demasiado enfatizadas. Aun así, hay una vitalidad en esos excesos, una urgencia por pensar que resulta más valiosa que cualquier discurso nítido.

La relación entre Alma (Julia Roberts) y Maggie (Ayo Edebiri) es quizá la línea más rica del entramado. Allí Guadagnino captura con gran verdad ese fanatismo silencioso que a veces nace en los entornos académicos: la estudiante brillante que busca una figura tutelar, la profesora que se deja admirar porque también necesita sentirse indispensable, y ese punto inevitable donde la idealización se vuelve arma. El film entiende que los vínculos intelectuales están hechos de una mezcla peligrosa de razón y deseo; por eso, la traición —real o imaginada— en este contexto duele distinto. Edebiri sorprende con un registro contenido, casi clínico: cada movimiento suyo parece calculado, pero no en sentido actoral, sino como si su personaje viviera en un tablero donde cada palabra tiene consecuencias.
Andrew Garfield, por su parte, interpreta un personaje deliberadamente opaco, escrito más como una interrogante que como una persona. Su rol funciona como catalizador, no como eje dramático: el conflicto no gira en torno a lo que hizo o no hizo, sino en cómo su mera existencia reordena la memoria y el miedo de quienes lo rodean. Guadagnino utiliza su presencia para hablar de un tema delicado —la imposibilidad de verificar ciertas verdades— sin caer en el cinismo ni en la condescendencia. Es un equilibrio difícil, y aunque el film no siempre lo sostiene, su intento resulta estimulante.
En lo formal, Cacería de brujas es un ejercicio brillante, incluso cuando tropieza. Hay decisiones musicales que rozan el exceso, giros dramáticos que parecen demasiado calculados, y una sensación recurrente de que la película quiere decir más de lo que realmente puede sostener. Pero incluso esos deslices tienen un valor: hacen visible la tensión entre la serenidad elegante del estilo de Guadagnino y la violencia moral de su historia. Cuando el director se deja llevar por la incomodidad en lugar de intentar dominarla, la película alcanza sus momentos más potentes.

El corazón del film, sin embargo, es Julia Roberts. Su interpretación no se apoya en grandes gestos, sino en un agotamiento emocional que filtra cada palabra. Alma es brillante, pero frágil; orgullosa, pero temerosa de ser descubierta en su vulnerabilidad; una mujer que ha construido su identidad profesional como una fortaleza, y que ahora descubre que también puede volverse una prisión. Roberts nunca intenta hacerla “agradable”; la hace verdadera, contradictoria, humana. Su sola presencia da dirección a un film que, por lo demás, insiste en dispersarse.
Al final, Cacería de brujas no quiere ofrecer respuestas. Quiere recordar que estamos viviendo un tiempo donde la exigencia de claridad inmediata choca con la complejidad de las vidas humanas. Es una película imperfecta, sí, pero también honesta en su voluntad de incomodar. Deja heridas abiertas, porque entiende que cerrarlas sería una mentira.