Kirill Serebrennikov crea un retrato cinematográfico electrizante y contradictorio de Eduard Limonov, escritor, disidente y figura radical del siglo XX ruso. Lo de Ben Whishaw es imprescindible.
Limonov (2024)
Puntuación:★★★½
Dirección: Kirill Serebrennikov
Reparto: Ben Whishaw, Sandrine Bonnaire, Viktoria Miroshnichenko y Louis-Do de Lencquesaing
Disponible: Filmin
Limonov:The Ballad, dirigida con audacia por Kirill Serebrennikov, no es simplemente una biografía más de un escritor excéntrico: es una exploración estilizada y provocadora de las múltiples máscaras de Eduard Limonov, un personaje que encarnó las contradicciones más incómodas del siglo XX. Escritor, performer, agitador político y provocador profesional, Limonov fue —y sigue siendo— una figura que desafía cualquier intento de clasificación moral o ideológica. Aspecto que la película no pretende domesticar su complejidad, sino celebrarla y exponerla con una energía casi punk. A través de una narración vertiginosa, cargada de ironía, erotismo, violencia y desencanto, el film nos sumerge en la vida de un hombre que hizo de la contradicción su principio rector: comunista y nacionalista, marginal y megalómano, poeta y militarista. El resultado es un retrato apasionante y a menudo incómodo de un sujeto cuya existencia parece haber sido diseñada para incomodar tanto a la derecha como a la izquierda, tanto a Occidente como a Rusia.
Desde su marginalidad neoyorquina, donde termina subsistiendo en condiciones miserables en paralelo temporal a Sid Vicious, hasta su ascenso como figura literaria maldita en los círculos franceses de los años 80, Limonov se mueve como un agente del caos, una figura que coquetea constantemente con el ridículo y el peligro. Fue, al mismo tiempo, un “adulte terrible” que despotricaba contra el progresismo burgués y un narcisista sin redención que utilizaba su literatura como espejo y arma. La paradoja de su vida, sin embargo, estalla con mayor crudeza en su regreso a Rusia, donde asume la jefatura del Partido Nacional Bolchevique, una organización violenta cuyo nombre, con inquietante ambigüedad, evoca las resonancias del nacionalsocialismo. La película, con cierto pudor, evita subrayar esa conexión, aunque el subtexto es tan evidente como incómodo.
Ben Whishaw entrega una interpretación extraordinaria (una de las mejores del año): encarna a Limonov como un ser simultáneamente magnético y detestable, seductor y patético, impredecible y profundamente melancólico. Su actuación sugiere un trastorno emocional que nunca se menciona explícitamente, pero que palpita en cada gesto y en cada línea de diálogo. Detrás de sus provocaciones, de su violencia performativa, de su constante impostura, parece habitar una duda persistente: ¿y si su literatura no fuera suficiente para sobrevivirlo? ¿Y si todo se redujera a una pose, a un berrinche egocéntrico disfrazado de disidencia política? La comparación que un editor estadounidense hace entre sus textos y Travis Bickle de Taxi Driver (película que el propio Limonov afirma no haber visto) es tan obvia como reveladora, aunque en pantalla la figura que emerge recuerda más a un híbrido entre el Tyler Durden de Brad Pitt y el Edward Norton de El club de la pelea: un hombre partido en dos por su propio mito.
La dirección de Serebrennikov es ágil, vibrante, casi febril. La adaptación del libro de Emmanuel Carrère —quien aparece brevemente como un intelectual francés admirador del “autoritarismo moral ruso”, al que Limonov responde con desdén— no teme abrazar los contrastes del personaje, incluso cuando rozan el grotesco. En una escena especialmente ácida, Limonov estrella una botella en la cabeza de otro pensador francés, interpretado por Louis-Do de Lencquesaing, que había osado criticar a Rusia. La violencia es aquí un gesto estético más que político: una performance desesperada de virilidad y soberanía.
Serebrennikov no elude las contradicciones éticas del personaje, pero tampoco las confronta de forma directa. El entusiasmo de Limonov por las fuerzas serbias durante la guerra de Bosnia apenas se insinúa, y su respaldo a los separatistas del Donbás aparece relegado a los créditos finales. Hay una tensión evidente entre la admiración estética por su radicalismo y el desconcierto ante sus posturas políticas. Lo que queda en primer plano es su rabia, su infelicidad, su condición de alma abandonada tras el fracaso amoroso, vagando por Nueva York con una camiseta de los Ramones como último estandarte identitario.
Curiosamente, Vladimir Putin es el gran ausente en el filme, aunque su espectro se intuye. Sería difícil imaginar a Limonov —quien se deleitaba en decir lo que otros callaban— guardando la misma discreción. Pero esta omisión es sintomática del enfoque de la película: no es tanto una biografía política como una meditación sobre el alma rusa, un concepto tan nebuloso como poderoso, que en Limonov adquiere la forma de una lucha constante entre el nihilismo individual y la necesidad de pertenencia colectiva. Una identidad escindida entre la disidencia y el autoritarismo, entre la escritura como resistencia y la violencia como afirmación.
Limonov:The Ballad no busca reconciliar estas contradicciones, sino exponerlas con brutal sinceridad. Y en esa exposición, a veces divertida, a veces repulsiva, encuentra su mayor valor como retrato de una figura ineludible, excesiva y —para bien o para mal— inolvidable.