Lurker | Review

Lurker es un thriller psicológico sobre deseo, poder y obsesión, donde la fama se entrelaza con el anhelo de pertenecer, potenciado por la química magnética entre Théodore Pellerin y Archie Madekwe.
Lurker (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Alex Russell
Reparto: Theodore Pellerin, Archie Madekwe, Havana Rose Liu y Sunny Suljic
Disponible en Mubi

El debut como director de Alex Russell, es un thriller elegante y perversamente sereno que evita el sobresalto fácil para internarse en un territorio mucho más ambiguo: el deseo, la fascinación y la absorción emocional entre dos hombres que, más que amarse o odiarse, se reflejan mutuamente. Lo que comienza como un relato de obsesión —un empleado de tienda que se infiltra en la vida de una estrella en ascenso— evoluciona hacia un retrato inquietante del magnetismo y la fragilidad del poder. En la superficie, Russell construye una historia reconocible dentro del canon de los “invasores de identidad”, pero la diferencia está en el pulso: en su control formal, en su capacidad para hacer del silencio una amenaza, y del deseo una forma de violencia.

El fascinante Théodore Pellerin encarna a Matthew con una contención casi hipnótica. Su mirada —siempre a medio camino entre la adoración y el cálculo— es el eje del film. Pellerin consigue algo extraordinario: transmitir tanto empatía como repulsión sin alterar apenas el gesto. Hay algo del Ripley de Highsmith en su performance, pero también del Norman Bates de Psycho: la misma mezcla de timidez, inteligencia y peligro latente. Russell lo observa con distancia clínica, pero su cámara, curiosamente, se siente atraída hacia él, como si la película misma estuviera atrapada por su magnetismo. A su lado, Archie Madekwe aporta calidez y vulnerabilidad, encarnando a Oliver, un músico que todavía no sabe cómo protegerse del hambre afectiva del mundo que lo rodea. Su dulzura lo convierte tanto en víctima como en cómplice de su propio colapso.

Lo más interesante de Lurker ocurre en el espacio invisible entre ambos: una zona de tensión homoerótica nunca explicita que Russell construye, pero que impregna cada gesto, cada encuadre y cada silencio. Matthew no solo quiere “ser” Oliver, también desea “poseerlo”. Lo filma, lo sigue, lo imita, lo cuida. Esa devoción obsesiva se convierte en una forma de amor distorsionado, una necesidad de pertenecer al cuerpo y a la vida del otro. Russell utiliza la cámara como mediadora de ese vínculo: los planos que alternan entre el punto de vista documental y la observación cinematográfica transforman la relación en una coreografía de miradas que se espían, se buscan y se temen. Lo queer en Lurker no se manifiesta en la sexualidad abierta, sino en la textura del deseo, en esa manera de amar que desborda los márgenes del entendimiento.

El guion, aunque basado en una estructura de thriller psicológico, evita los clichés del género para explorar el poder como seducción y la fama como enfermedad. La obsesión de Matthew no es solo personal: es un síntoma del sistema de adoración que el propio Oliver alimenta con su imagen pública. En ese sentido, Lurker se inscribe en una tradición contemporánea que dialoga con películas como Perfect Blue, Vox Lux o The Idol, donde la fama se convierte en un espejo deformante de la identidad. Sin embargo, Russell imprime a su historia un tono más sobrio y contenido, casi ascético, en el que la tensión emerge de la contención emocional más que del exceso.

Formalmente, la película es impecable. La fotografía, de tonos apagados y luz neón difusa, crea un ambiente entre lo íntimo y lo espectral. Los momentos musicales, lejos de funcionar como simple decorado, sirven para exponer la vulnerabilidad de Oliver y la progresiva apropiación emocional de Matthew. Cuando la película se aproxima a su clímax, esa relación basada en la admiración se ha transformado en una simbiosis asfixiante: el artista se vuelve rehén de su propio reflejo. El uso repetido de “I’m Your Puppet” puede ser un subrayado innecesario, pero también funciona como una declaración brutal: ambos personajes son marionetas del deseo, del poder y de la necesidad de ser vistos.

En última instancia, Lurker no busca el impacto, sino el malestar. Es un film sobre cómo la intimidad puede corromperse cuando se confunde la conexión con la posesión. Russell demuestra un dominio inusual para un primer largometraje, y aunque algunas resoluciones narrativas se sienten apresuradas, deja claro que está más interesado en las zonas grises del afecto que en la catarsis. Pellerin y Madekwe sostienen con absoluta entrega este duelo entre la admiración y la manipulación, entre lo queer y lo siniestro, entre la necesidad de amar y el miedo a desaparecer en el otro.

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