Edward Berger transforma la novela de Lawrence Osborne en un estudio visual sobre la adicción y el autoengaño. Lo que empieza como un drama existencial termina siendo un ejercicio de estilo sobrecargado. Hipnótica, elegante y frustrante a la vez.
Maldita Suerte (2025)
Puntuación: ★★½
Dirección: Edward Berger
Reparto: Colin Farrell, Fala Chen, Tilda Swinton, Deanie Ip y Alex Jennings.
Disponible en Netflix
Desde su título, Maldita suerte parece prometer una tragedia elegante: el lento derrumbe de un hombre que apostó todo —dinero, identidad y alma— al azar. Edward Berger, que tras Sin novedad en el frente y Cónclave se ha consolidado como uno de los directores más refinados y calculadores del cine europeo contemporáneo, traslada su mirada obsesiva del campo de batalla y el Vaticano al reino artificial de Macao. Allí, en medio de luces de neón, buffets interminables y casinos bañados en oro falso, se despliega un relato sobre la autodestrucción, la adicción y la impostura. Pero también sobre el riesgo que corre un cineasta cuando confunde la superficie con la profundidad.
La película sigue a Lord Doyle (Colin Farrell), un estafador irlandés que se esconde bajo un falso título nobiliario, jugando y bebiendo hasta el colapso mientras la detective Cynthia Blithe (Tilda Swinton) lo sigue con la precisión de un fantasma. Berger filma a Doyle como si fuera un personaje salido de una novela de Graham Greene, un cínico elegante cuya caída se anuncia desde el primer plano. Sin embargo, lo que comienza como un retrato psicológico cargado de promesas pronto se desmorona bajo el peso de su propia pompa. La cámara, hipnótica y elegante, se embriaga de los mismos lujos que intenta criticar: cada plano detalle de un fajo de billetes, cada reflejo en los ventanales de los casinos, cada trago de whisky parece más interesado en la textura que en la tragedia.
La contradicción está en el corazón de la película: Berger denuncia la ostentación mientras la estetiza. La Macao que retrata es un infierno seductor, pero también un decorado sin alma, donde el neón sustituye al drama y el sonido —excesivo y saturado— intenta compensar la falta de tensión interna. La banda sonora de Volker Bertelmann, compuesta de crescendos casi operísticos, subraya con tanta insistencia la tragedia que termina vaciándola de emoción. Es, como la vida del protagonista, un espectáculo de compulsión: todo es demasiado, todo el tiempo.

Y sin embargo, Maldita suerte no es un desastre. Berger sigue siendo un cineasta de enorme precisión formal. Su control del ritmo, su manera de coreografiar la decadencia, y sobre todo su dirección de actores, sostienen una película que constantemente amenaza con derrumbarse. Colin Farrell, en su mejor registro desde The Banshees of Inisherin, encarna a Doyle con una vulnerabilidad rara en el cine de adicción: un hombre que no busca redención, sino anestesia. Cada gesto suyo —una mano temblorosa, una sonrisa a medias, una copa que no suelta— es más elocuente que cualquier línea de diálogo. Farrell convierte lo que podría haber sido un cliché en un estudio de la desesperación contenida.
El problema es que la película no confía en él. Berger, más interesado en su virtuosismo visual que en el vértigo moral de su protagonista, sobrecarga el relato de subtramas y metáforas huecas: la aparición de Dao Ming (Fala Chen), con su aura de redentora enigmática, o la teatral irrupción de Swinton, que aquí roza la caricatura. Su detective es una figura que encarna el artificio del propio filme: una idea fascinante, pero narrativamente superflua. Todo parece estar en función de la atmósfera, no del conflicto.
Lo que podría haber sido un poderoso retrato del autoengaño y la dependencia termina convertido en un desfile de gestos elegantes sin peso dramático. Berger emula por momentos el dinamismo de Guy Ritchie —sus travellings, su montaje fragmentado—, pero sin la ironía o la velocidad que lo harían efectivo. Su Macao se siente tanto escenario como símbolo, un espacio que Berger usa para exhibir control, no para explorar el caos.
Aun con sus fallas, Maldita suerte es un ejercicio de estilo que confirma la versatilidad de Berger y el magnetismo de Farrell. La película fracasa en su búsqueda de trascendencia, pero lo hace con una convicción tan artesanal que resulta difícil no admirarla. Es, en última instancia, el retrato de un hombre —y de un director— que juegan con todo sobre la mesa, incluso sabiendo que la casa siempre gana.