Kelly Reichardt transforma el thriller de atracos en una reflexión sobre el fracaso, la ambición vacía y la descomposición moral del sueño americano. La directora explora la banalidad del crimen y la imposibilidad de redención.
FICM 2025 | Mente Maestra (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Kelly Reichardt
Reparto: Josh O’Connor, Alana Haim, Bill Camp, Hope Davis, John Magaro y Gaby Hoffman
Desde sus inicios, el cine de Kelly Reichardt se ha caracterizado por su capacidad para observar lo invisible: los silencios de la vida rural, las derrotas íntimas de los personajes marginales y las grietas del sueño americano. Con Mente maestra (The Mastermind, 2025), la directora estadounidense lleva su mirada contemplativa al territorio del thriller de atracos, un género que en sus manos se transforma en una meditación sobre la precariedad moral, el fracaso y la soledad. Reichardt no filma el crimen como espectáculo, sino como síntoma: el reflejo de un país que, bajo la superficie del progreso, oculta una profunda desesperanza.
Conocida por películas como Wendy and Lucy (2008), Meek’s Cutoff (2010) o First Cow (2019), Reichardt ha construido una de las filmografías más coherentes y personales del cine estadounidense contemporáneo. Su cine, íntimo y minimalista, siempre se ha situado en los márgenes del sistema: retrata a quienes viven fuera del foco del éxito, a los que fracasan en su intento por pertenecer. Mente maestra prolonga esa línea, pero lo hace desde un nuevo lenguaje visual y narrativo. Aquí, Reichardt deconstruye el cine de atracos —tradicionalmente masculino, frenético y glamuroso— para devolverlo a su escala humana, cotidiana, imperfecta.
El “maestro” del título, JB Mooney (Josh O’Connor), es cualquier cosa menos eso. Desempleado, frustrado y con una educación artística incompleta, planea un robo de arte no por codicia, sino por vacío. Reichardt, fiel a su mirada naturalista, filma el robo sin música ni tensión artificiosa: solo cuerpos torpes moviéndose bajo la luz fría de Massachusetts, en un acto tan absurdo como inevitable. Lo que sigue no es una intriga policial ni un relato moral, sino una descomposición lenta del protagonista y de su entorno. JB no busca redención; apenas sobrevive al desastre que él mismo ha provocado.

En este sentido, Mente maestra dialoga con Showing Up (2022), la anterior película de Reichardt, donde el arte también funcionaba como metáfora de la vida cotidiana: en ambas, el acto creativo —ya sea esculpir o robar— revela las frustraciones y límites del individuo. La directora sustituye el clímax por la rutina: llamadas desde teléfonos públicos, huidas sin rumbo, silencios familiares que pesan más que las persecuciones. No hay épica, solo la erosión del tiempo y el absurdo de seguir insistiendo.
Visualmente, la película es un testimonio del estilo inconfundible de Reichardt y su colaborador habitual Christopher Blauvelt. La cámara observa con distancia, sin embellecer, empleando una paleta terrosa, apagada, casi táctil. La textura de la imagen recuerda al cine de los 70 —Melville, Lumet, Huston, Wenders—, con ecos de Fat City o El amigo americano, pero despojada de romanticismo. Esa influencia setentista no es gratuita: Mente maestra se sitúa en la era post-Vietnam, donde el optimismo del siglo XX se resquebraja y el individuo queda atrapado entre la corrupción y la apatía. Reichardt captura esa sensación de desencanto con precisión quirúrgica, haciendo de cada plano un eco de la desilusión nacional.
Josh O’Connor encarna a Mooney con una vulnerabilidad magnética: su mirada perdida y su cuerpo desgarbado lo convierten en un símbolo del fracaso masculino estadounidense, una figura trágica que confunde impulso con destino. Alana Haim, aunque subutilizada, aporta ternura y una tristeza muda como su esposa Terri. Bill Camp y Hope Davis, en los papeles de padres distantes, completan la radiografía de una clase media alta desconectada de cualquier sentido de propósito o moralidad.
Lo fascinante de Mente maestra es cómo Reichardt se niega a convertir el crimen en espectáculo. Su cámara no persigue el vértigo del atraco, sino el vacío que queda después. El verdadero clímax ocurre cuando todo se desmorona: cuando JB se enfrenta a la banalidad de su propio gesto, a la constatación de que el arte robado —como el arte que nunca logró crear— no tiene ya ningún significado. En ese punto, el robo se revela como una metáfora del acto artístico frustrado: apropiarse de la belleza sin comprenderla, tratar de poseer lo inasible.
Con Mente maestra, Reichardt demuestra que incluso en los géneros más gastados aún hay espacio para la contemplación y la crítica. Su película no es un thriller sobre un ladrón, sino una elegía sobre la pérdida de sentido en un país que convirtió el arte, la ambición y la identidad en mercancías. En su aparente frialdad late una pregunta devastadora: ¿qué nos queda cuando el acto de crear —o de robar— deja de tener significado?