Sirât | Review

Sirât de Oliver Laxe comienza como una hipnótica travesía espiritual, pero se desintegra en una espiral de violencia gratuita. Lo que prometía ser una reflexión sobre la fe y la pérdida se convierte en un espectáculo de crueldad que confunde intensidad con profundidad.
FICM 2025 | Sirât (2025)
Puntuación: ★★½
Dirección: Oliver Laxe
Reparto: Sergi López, Jade Oukid, Bruno Núñez, Stefania Gadda y Joshua L. Henderson,

Oliver Laxe siempre ha sido un cineasta del límite: entre lo místico y lo terrenal, entre lo contemplativo y lo caótico. Pero en Sirât, su salto hacia la visibilidad parece extraviarlo en su propia ambición. Lo que comienza como una película sensorial, hipnótica y prometedora —una experiencia que combina lo ritual y lo salvaje— termina convertida en un espectáculo de crueldad tan innecesario como decepcionante. El resultado es un filme que confunde el dolor con profundidad y el desconcierto con arte.

La primera mitad de Sirât es, sin duda, deslumbrante. En ella, Laxe despliega su habitual sensibilidad visual: la cámara flota entre cuerpos que bailan al ritmo de beats electrónicos, bajo un sol marroquí que se disuelve en polvo y trance. Es un comienzo poderoso, casi místico, que parece anunciar una reflexión sobre la pérdida, la modernidad y la espiritualidad contemporánea. Luis (Sergi López) y su hijo Esteban (Bruno Núñez) irrumpen en este paisaje sonoro buscando a Mar, la hija desaparecida, y con su llegada, el film introduce la herida humana en medio del delirio colectivo.

El título —“Sirât”, el puente que según la tradición islámica conecta el infierno con el paraíso— ofrece una metáfora potente: el viaje como tránsito entre la culpa y la redención. Pero a medida que la travesía avanza hacia el desierto, Laxe abandona la complejidad espiritual en favor del desconcierto y la violencia. Lo que podía ser un descenso poético hacia lo sagrado se convierte, poco a poco, en una acumulación de tragedias arbitrarias y escenas diseñadas para incomodar. La crudeza, lejos de iluminar el relato, lo oscurece.

Cuando Sirât abraza su costado más sombrío, se delata. Laxe parece más interesado en provocar que en revelar. La violencia final —sádica, emocionalmente manipuladora, casi gratuita— destruye todo el tejido simbólico construido hasta entonces. El viaje deja de ser introspectivo para volverse un ejercicio de tortura hacia el espectador. Los ecos de Lars von Trier o Michel Franco no aparecen como referencias conscientes, sino como imitaciones forzadas: el gesto del cineasta que quiere ser incómodo, aunque no sepa muy bien por qué.

La película, que en su primera hora parecía una exploración entre Beau Travail y Mad Max, acaba siendo un simulacro de intensidad. Laxe filma la desesperación con un preciosismo que raya en la complacencia, como si cada plano doliera solo para ser admirado. En lugar de ofrecer una catarsis o una verdad emocional, Sirât se deleita en su propio sufrimiento. Hay una contradicción profunda entre el lenguaje poético que propone y el vacío que deja: la espiritualidad se diluye en el artificio, y el infierno que se nos promete termina siendo puramente estético.

Incluso sus mejores virtudes —la fotografía abrasadora, la textura del sonido, la naturalidad con que Sergi López encarna al padre perdido— quedan aplastadas por la voluntad de escandalizar. En su tramo final, el film no busca que comprendamos el horror del mundo, sino que lo sintamos a la fuerza. Ese exceso no revela una mirada lúcida, sino una necesidad de impactar a cualquier costo.

Sirât es, entonces, una película que roza lo sublime pero cae en lo pretencioso. Laxe ha cruzado su propio puente, pero en lugar de encontrar redención, parece haber caído en el vacío del espectáculo emocional. Lo que podría haber sido una meditación sobre la pérdida y el éxtasis se convierte en un castigo visual, una experiencia que golpea fuerte, pero sin alma. Si Sirât es su forma de llegar al paraíso del cine de autor, el precio que paga es, sin duda, demasiado alto.

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