Sorda, la ópera prima de Eva Libertad, es un retrato íntimo y conmovedor de la maternidad, la diferencia sensorial y la complejidad del amor, que se eleva gracias a las actuaciones profundamente humanas de Miriam Garlo y Álvaro Cervantes.
CRFIC 2025 | Sorda (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Eva Libertad
Reparto: Miriam Garlo, Álvaro Cervantes, Elena Irureta y Joaquin Notario
Hay películas que no necesitan gritar para hacerse escuchar. Sorda, el primer largometraje en solitario de Eva Libertad, es una de ellas. En un panorama audiovisual saturado de discursos sobre la diferencia, lo minoritario o la inclusión, esta obra escoge otro camino: el del gesto mínimo, el silencio cargado, la intimidad que no se explica, sino que se vive. Lo que comienza como el retrato sereno de una pareja que espera su primer hijo en una zona rural de España, pronto se revela como una exploración sutil pero incisiva de cómo la sordera atraviesa —y a veces fractura— los vínculos afectivos, familiares y sociales.
Lejos de tratar la discapacidad como un tema, Sorda la asume como una condición sensorial que configura el mundo, que moldea la percepción y que exige otras formas de amar, de criar, de habitar el cuerpo y el espacio. La película no busca traducir esta experiencia al espectador oyente, sino invitarlo a un territorio en el que las certezas se tambalean: ¿qué significa consolar a un bebé cuando no se puede oír su llanto? ¿Dónde se sitúa la maternidad cuando la forma de comunicarse no coincide con la norma? ¿Y hasta qué punto el amor basta cuando la diferencia se vuelve abismo?
Desde sus primeras imágenes sin sonido hasta sus planos finales cargados de ambigüedad emocional, Sorda propone una forma de cine que observa sin invadir, que respeta los silencios y que confía en la potencia expresiva del rostro humano. Lo que sigue no es un relato sobre la sordera, sino una reflexión profundamente cinematográfica sobre lo que ocurre cuando el lenguaje —verbal, corporal, afectivo— se quiebra o se queda corto. En ese terreno frágil, Libertad construye una obra honesta y conmovedora que, sin alzar la voz, deja una resonancia difícil de olvidar.

La película sigue a Ángela, una mujer sorda que vive en la España rural con su pareja oyente, Héctor. Ambos están a la espera de su primer bebé, un acontecimiento cargado de esperanza, pero también de tensiones soterradas. Desde un inicio, el relato rehúye cualquier impulso melodramático: no hay diagnósticos devastadores ni enfrentamientos explosivos. En cambio, lo que se revela es una red de microconflictos que emergen de las diferencias cotidianas, del roce entre mundos sensoriales opuestos.
Libertad dedica la primera parte de su película a establecer la rutina compartida de Ángela y Héctor, donde reina una cierta armonía sostenida por el amor y la complicidad. Ángela trabaja en un taller de cerámica —una elección simbólica, si se quiere—: su trabajo manual remite al tacto, al moldeado paciente, a la creación silenciosa. Junto a su pareja, mantiene una relación cálida, llena de signos compartidos, risas con amigos (muchos de ellos también sordos) y una cierta estabilidad emocional. Pero incluso en este periodo de calma hay fisuras que se insinúan: la incomodidad de los padres oyentes de Ángela, que insisten en que use audífonos para “facilitar la comunicación”, revela una desconexión profunda que no se dice en voz alta, pero que flota en el ambiente.
El punto de inflexión llega con el parto, una secuencia que marca un antes y un después en la narrativa. Filmada con una honestidad emocional abrumadora, esta escena no busca el dramatismo, sino la exposición sincera de una vulnerabilidad extrema. Ángela, en medio del dolor físico y emocional, debe enfrentarse a la incomunicación absoluta en una sala repleta de voces, donde nadie parece comprender que ella no puede oír. El momento en que arranca la mascarilla de la ginecóloga para poder leerle los labios es revelador no sólo por lo que implica para el personaje, sino por la forma en que está filmado: la cámara se mantiene cerca, vibrante, sin artificios, dejándonos respirar junto a ella esa sensación de aislamiento radical. Y, sin embargo, de ese caos nace la vida: Ona, su hija, llega al mundo sana, aunque la pregunta sobre su audición sigue sin respuesta.
A partir de aquí, Sorda vira hacia un terreno más introspectivo. La maternidad desata en Ángela un torrente de inseguridades: no puede oír a su hija llorar, ni cantarle para calmarla, ni detectar los sonidos que otros padres darían por sentado. La cámara sigue su rostro, atento a los gestos mínimos, mientras la vemos confrontar su propia identidad desde una nueva posición. No es la sordera lo que se convierte en problema, sino el modo en que el entorno la interpreta. La mirada del otro —de Héctor, de sus padres, de la sociedad— va instalando una sensación de pérdida, como si la maternidad, lejos de fortalecerla, la alejara aún más de quienes la rodean.

Héctor, por su parte, encarna la complejidad de quien ama, pero no siempre comprende. Su evolución como personaje es sutil: empieza como un compañero comprometido, pero poco a poco se vuelve también agente —involuntario— de una forma de exclusión. El hecho de que pueda escuchar convierte sus acciones más banales —susurros, cantos, juegos con la niña— en gestos que Ángela no puede replicar. La escena en la que él chasquea los dedos junto a las orejas de Ona para ver si responde al sonido se carga de un dolor casi invisible: no hay malicia, pero sí una distancia que se vuelve abismo. Esta dinámica no se resuelve con una pelea ni con una ruptura, sino con la persistencia del malentendido, con la sensación de que se está perdiendo algo sin saber muy bien qué.
En este sentido, Sorda no es únicamente una película sobre la sordera, sino sobre cómo la diferencia —cualquier diferencia— afecta los vínculos. La discapacidad auditiva de Ángela funciona como un prisma a través del cual se revelan las tensiones latentes de la comunicación afectiva. ¿Cómo se acompaña al otro cuando no se comparten los mismos códigos? ¿Qué se pierde en la traducción de los gestos, del lenguaje, del amor?
La estética cámara en mano por parte de Gina Ferrer, es cercana, casi al estilo documental, evita el artificio y privilegia el espacio íntimo: rostros, manos, miradas. Aquí no hay grandes panorámicas ni montajes acelerados; cada plano respira con el ritmo de la vida real, de lo doméstico, de lo cotidiano. Esta elección formal se alinea perfectamente con el fondo de la película: filmar la sordera no como una condición excepcional, sino como una forma legítima de estar en el mundo.
Uno de los pilares fundamentales de Sorda reside en las interpretaciones matizadas de sus protagonistas. Miriam Garlo, encarna a Ángela con una autenticidad que desborda la pantalla. Su trabajo no se limita a representar una condición, sino que construye un personaje entero desde lo emocional, corporal y expresivo. Garlo se mueve con una economía de gestos que resulta conmovedora. A su lado, Álvaro Cervantes ofrece un contrapunto igualmente preciso, evitando caer en el estereotipo del “aliado comprensivo” o del “villano involuntario”. Su Héctor es un hombre que ama, pero que tropieza con sus propios límites, con su torpeza emocional, con el privilegio de no tener que luchar por hacerse entender.
En resumen, Sorda es un ejercicio de escucha cinematográfica que privilegia la empatía antes que la pedagogía, la observación antes que el juicio. Con un ritmo pausado pero constante, con actuaciones sólidas y un estilo visual coherente, Eva Libertad firma una ópera prima que se posiciona como una de las propuestas más honestas y conmovedoras del cine reciente sobre identidad, maternidad y pertenencia. Y, es que el mayor logro de la película de Eva Libertad, radica precisamente en no convertir a su protagonista en símbolo ni mártir, sino en una mujer compleja, con deseos, miedos y contradicciones.