Una batalla tras otra | Review

Paul Thomas Anderson combina el frenesí del cine de acción con una crítica a la herencia fallida de la contracultura. Leonardo DiCaprio interpreta a un exrevolucionario agotado que intenta proteger a su hija de un militar vengativo encarnado por Sean Penn.
Una batalla tras otra (2025)
Puntuación:★★★★½
Dirección: Paul Thomas Anderson
Reparto: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio Del Toro, Regina Hall, Teyana Taylor y Chase Infiniti
Disponible en cines

Paul Thomas Anderson es un cineasta que, aun en sus películas más narrativamente convencionales, nunca se conforma con el molde del género. Una batalla tras otra, adaptación libre de Vineland de Thomas Pynchon, demuestra esa obstinación por tensionar los límites de lo cinematográfico: lo que en apariencia es un thriller de acción adrenalínico se revela como un tratado sobre las ruinas del activismo, las mutaciones de la contracultura y el perpetuo forcejeo entre ideologías en Estados Unidos.

La película presenta un enfrentamiento de dos generaciones atrapadas en un ciclo interminable de violencia política. Leonardo DiCaprio interpreta a Bob, un exrevolucionario degradado por el tiempo, las drogas y el desencanto, cuya vida da un giro cuando debe proteger a su hija Willa (Chase Infiniti) del militar vengativo Steven Lockjaw (Sean Penn). La trama podría leerse como la típica persecución entre héroe y villano, pero Anderson no tarda en dinamitar ese marco: cada persecución automovilística, cada tiroteo hiperbólico, cada montaje febril de Andy Jurgensen funciona tanto como espectáculo de entretenimiento como metáfora de una nación atrapada en una guerra cultural perpetua.

El vínculo Anderson-Pynchon se siente más sólido que en Inherent Vice. Aquí, el absurdo no funciona como decorado cómico, sino como un lenguaje para narrar lo insoportable: la erosión de la utopía revolucionaria y la banalización de la represión estatal. El guion mezcla el delirio pulp con un trasfondo político inquietante: redadas de ICE, supremacistas blancos, paramilitares fronterizos, un eco del entusiasmo reaccionario que se consolidó bajo Trump. Lo grotesco, por tanto, no es un exceso estético, sino un espejo de lo real.

El personaje de Bob encarna un arquetipo recurrente en la carrera reciente de DiCaprio: hombres que se creen grandes y descubren, con ironía cruel, su propia fragilidad. En este sentido, Una batalla tras otra dialoga con Érase una vez en Hollywood y Asesinos de la luna de las flores. Bob no es el héroe que proclama ser; su rebeldía juvenil se ha diluido en paranoia y hedonismo. Lo conmovedor, y a la vez patético, es su intento desesperado de recuperar el heroísmo perdido a través de la relación con su hija. Chase Infiniti aporta frescura y gravedad a Willa, un personaje que condensa la continuidad de la lucha: hereda la fuerza y el carisma de su madre Perfidia (Teyana Taylor), al tiempo que enfrenta el legado fallido de su padre.

Perfidia, por su parte, es el corazón explosivo de la primera mitad del filme. Taylor compone un personaje de energía volcánica, capaz de incendiar la pantalla tanto con la acción física como con la sensualidad. Su figura desafía tanto el rol femenino tradicional en el cine de acción como la moral revolucionaria de sus compañeros, que la ven como un exceso encarnado. Su escena disparando un rifle de asalto en avanzado estado de embarazo no solo es una imagen potente y perturbadora, sino también un cuestionamiento a los límites de la representación política en el cine: ¿hasta dónde llega el espectáculo cuando se habla de lucha y maternidad?

En el otro extremo, Sean Penn ofrece una actuación caricaturesca como Lockjaw, un villano tan grotesco que bordea lo demoníaco. Su obsesión personal con Perfidia y su fijación fálica lo vuelven un retrato incómodo del poder militarista estadounidense: un patriarcado herido en su orgullo que, en lugar de desaparecer, se regenera en formas más violentas.

La tensión entre lo serio y lo ridículo recorre toda la película. Anderson se arriesga con un tono cambiante que va de la comedia patética (las escenas de Bob con el sensei de Benicio del Toro, que rozan lo absurdo) a la acción estilizada y, finalmente, al drama familiar cargado de desencanto. Ese vaivén puede desconcertar, pero es justamente ahí donde la película encuentra su originalidad: el caos tonal refleja la imposibilidad de fijar un relato coherente sobre la resistencia política y sus herederos.

Visualmente, Una batalla tras otra es un torbellino. Anderson recupera la plasticidad de There Will Be Blood y el nervio de Inherent Vice, pero con una cámara más desatada, siempre ondulante, siempre en movimiento. La colaboración con Jonny Greenwood alcanza aquí una de sus cúspides: una banda sonora discordante y abrasiva que acompaña tanto la violencia como el vacío emocional de los personajes.

En última instancia, la película se lee como un diagnóstico del fracaso de la contracultura en su tránsito a la adultez. La promesa revolucionaria de Bob y sus camaradas se disuelve en cinismo, drogas y derrotas; Willa, al igual que tantos jóvenes, debe decidir si retomar ese legado o dejarlo morir. El título, Una batalla tras otra, sintetiza ese ciclo interminable de luchas inconclusas que, aunque parecen destinadas al fracaso, mantienen viva la disidencia como un gesto de no encajar, de resistir a la homogeneidad.

Así, Anderson logra una obra ambivalente: vibrante como espectáculo, pero profundamente melancólica en su trasfondo. Es cine de acción atravesado por la pregunta incómoda de si la revolución todavía es posible, o si ha quedado reducida a un recuerdo distorsionado, una pose más dentro de la maquinaria cultural estadounidense. Una batalla tras otra no ofrece respuestas, pero sí un vértigo contagioso: el de resistir aun sabiendo que la derrota es inevitable.

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