Lynne Ramsay intenta trasladar al cine la furia íntima y el caos emocional de la novela de Ariana Harwicz, pero se pierde en su propio exceso visual. Jennifer Lawrence ofrece una actuación intensa y magnética.
FICM 2025 | Mátate, amor (2025)
Puntuación: ★★★
Dirección: Lynne Ramsay
Reparto: Jennifer Lawrence, Robert Pattinson, LaKeith Stanfield, Sissy Spacek y Nick Nolte
La adaptación cinematográfica de Mátate, amor, novela de la escritora argentina Ariana Harwicz, era, en teoría, un proyecto ideal para Lynne Ramsay. Ambas comparten un interés visceral por los abismos de la mente femenina, por la maternidad como territorio de violencia y deseo, por el lenguaje del cuerpo como un medio para narrar el trauma. Sin embargo, Matate, amor (2025) demuestra que incluso la unión entre una directora de gran fuerza estética y un texto de potencia literaria puede fracasar cuando la forma devora el fondo. Lo que prometía ser una exploración devastadora sobre la psique posparto termina convertida en un espectáculo de exceso visual y emocional que ahoga la complejidad interior de su protagonista.
La novela de Harwicz es, esencialmente, un monólogo en llamas: una voz femenina que se desborda, que se quiebra y reconstruye en cada frase, sin estructura convencional ni pausas. Adaptar eso al cine requería más que talento: exigía una sensibilidad capaz de traducir el flujo interior en imágenes, sin perder la intimidad de lo literario. Ramsay, en cambio, opta por una estrategia de saturación. Cada plano, cada corte, cada canción parece gritar el estado mental de Grace (Jennifer Lawrence) hasta el agotamiento. Su habitual virtuosismo visual —presente en We Need to Talk About Kevin y You Were Never Really Here— se convierte aquí en un lastre: hay tanto impacto visual que termina por anestesiar.
En el centro de la película está Jennifer Lawrence, en una de las interpretaciones más extremas de su carrera. Su entrega es total, física, casi brutal. Grace sangra, grita, se arrastra, baila, se autolesiona. Pero esa intensidad carece de modulaciones: Ramsay y Lawrence confunden el desgarro con la verdad, y la desesperación con la autenticidad. Lo que en Harwicz era ambigüedad —la duda entre locura y lucidez— aquí se vuelve teatralidad. Grace es mostrada siempre en el límite, y al no haber pausas o respiraciones, su caída se vuelve predecible.

Robert Pattinson, por su parte, cumple una función secundaria casi decorativa. Su Jackson es más una figura simbólica —el marido ausente, el deseo que se evapora— que un personaje real. Sissy Spacek y Nick Nolte aportan cierta densidad trágica en sus breves apariciones, pero la película entierra sus matices bajo capas de ruido emocional y musical. El uso de canciones de Lou Reed, Bowie o Joy Division, que en otro contexto podrían haber creado atmósferas, aquí parece un gesto impostado, un refuerzo innecesario de un drama que ya está sobreexplicado en su puesta en escena.
El guion es irregular: la primera mitad de Mátate, amor logra una tensión hipnótica, donde la cámara y el sonido traducen la ansiedad posparto de Grace con una fisicalidad casi táctil; sin embargo, en su segunda parte el relato se desmorona. El montaje se vuelve errático, la narrativa se diluye entre alucinaciones redundantes, y la película se alarga más allá de lo necesario, perdiendo el filo emocional que la sostenía. La última media hora, en especial, padece de un exceso de subrayado y una falta de contención que hacen que el mensaje —la imposibilidad de ser madre sin perderse a sí misma— se diluya en un mar de simbolismos gastados.
Ramsay siempre ha sido una directora de “fuerza muscular”: filma desde la intensidad, con un pulso sensorial que busca hacerte sentir antes que comprender. Aquí, sin embargo, esa fuerza se convierte en obstinación. La película parece temer al silencio, a la sutileza, a la sugerencia. Lo que en Kevin era precisión emocional, aquí es exceso; lo que antes era empatía con el dolor, aquí es fascinación por la histeria. Su cámara se embriaga de sufrimiento hasta perder el control del relato.
En última instancia, Mátate, amor es una película que demuestra lo difícil que es filmar la mente sin caer en el exceso. Tiene momentos de belleza y de verdad —una mirada fugaz de Lawrence al vacío, un silencio roto por un llanto que no llega—, pero son instantes ahogados por una puesta en escena que no sabe detenerse. Lo que sale mal no es la ambición ni la interpretación, sino la incapacidad de Ramsay para confiar en la quietud.