Rodrigo García crea un retrato coral y profundamente humano sobre la fragilidad emocional y la vida interior femenina. A través de seis historias interconectadas, el director explora los quiebres morales y afectivos de sus protagonistas, filmados con una sensibilidad contenida y una mirada ética.
FICM 2025 | Las Locuras (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Rodrigo García
Reparto: Cassandra Ciangherotti, Alfredo Castro, Ángeles Cruz, Natalia Solián, Naian González Norvind, Raúl Briones, Ilse Salas, Fernanda Castillo y Adriana Barraza.
Hay películas que no necesitan gritar para ser escuchadas. Las locuras, la nueva obra de Rodrigo García, es una de ellas: un filme que avanza en voz baja, pero cuya resonancia emocional es tan poderosa que se incrusta en la conciencia del espectador mucho después de que los créditos hayan terminado. García, heredero de una tradición narrativa marcada por la observación minuciosa de los sentimientos humanos, lleva aquí su exploración de la interioridad femenina a su punto más depurado. Lo hace con una estructura coral, con una cámara que observa sin juzgar y con una sensibilidad que oscila entre la melancolía y la lucidez moral.
La película sigue a seis personajes a lo largo de un solo día en la Ciudad de México, todos ellos conectados de manera invisible por una figura ausente-presente: Renata, una mujer bajo arresto domiciliario que atraviesa un episodio psicótico. Su encierro físico funciona como metáfora de un encierro emocional y social más amplio. Las mujeres de Las locuras —madres, hijas, amigas, amantes— están atrapadas también en sus propias celdas invisibles: la culpa, el deseo, la maternidad, el amor o la imposición moral de ser “equilibradas”.
En apariencia, García construye un collage de historias independientes. Pero esa fragmentación es un espejismo. Cada relato es un espejo que refleja, desde un ángulo distinto, el mismo abismo existencial. Como en Short Cuts de Altman o Magnolia de P.T. Anderson, el tejido narrativo adquiere fuerza en la acumulación: cada instante aislado se integra en una sinfonía coral que desemboca en un retrato generacional sobre el agotamiento emocional contemporáneo.

Rodrigo García demuestra, una vez más, su don para filmar la vida interior femenina. Su cámara no invade, acompaña; no impone, observa. En cada plano hay una reverencia hacia la intimidad, hacia el espacio invisible donde el pensamiento se convierte en gesto. La puesta en escena privilegia la distancia media, el diálogo sostenido, los silencios que laten entre las frases. García entiende el silencio no como vacío, sino como un territorio lleno de significado, donde lo que no se dice pesa tanto o más que lo que se pronuncia.
La película está sostenida por un elenco de una potencia asombrosa: Alfredo Castro, imponente y casi espectral; Cassandra Ciangherotti, que despliega una mezcla de fragilidad y fortaleza pocas veces vista; Ilse Salas, contenida y precisa; Adriana Barraza, que ofrece una de las interpretaciones más divertidas de su carrera; Natalia Solián, en estado de gracia; y Raúl Briones, que aporta una nota de sensualidad en medio de ese campo femenino.
Cada segmento de Las locuras explora un punto de quiebre, ese instante en que las protagonistas se enfrentan a su límite moral o emocional. Hay pequeñas catástrofes cotidianas, epifanías silenciosas, gestos de redención. García no filma el momento del colapso como un estallido, sino como un temblor interior. Es cine que escucha. Cine que comprende.
En la secuencia protagonizada por Ángeles Cruz, el filme alcanza su punto de mayor densidad emocional. Una comida familiar se transforma en un ritual de confesión y memoria. Una mesa llena de nombres, silencios, heridas. En ese microcosmos, García captura la esencia del drama latinoamericano: el peso de la herencia, el amor que duele, la culpa como herencia emocional. La cámara, inmóvil, permite que la verdad emerja en los cuerpos, en los ojos, en la respiración contenida. Es una escena que recuerda la pureza del cine de Lucrecia Martel o los planos detenidos de Carlos Reygadas cuando el tiempo se vuelve materia viva.

Como en sus trabajos anteriores —Albert Nobbs, Nueve vidas, Familia—, García demuestra que su cine es una extensión ética y estética del realismo mágico moral: lo extraordinario no ocurre en el plano visual, sino en la conciencia. Su cine no busca sorprender, sino comprender. Y en Las locuras, el director logra que el espectador se sienta cómplice de ese proceso.
El guion, escrito con precisión quirúrgica, evita la tentación del melodrama. Aun cuando las emociones son intensas, la dirección mantiene un tono contenido, casi minimalista, que amplifica el impacto emocional. Las locuras del título no son desvaríos clínicos, sino grietas humanas: el instante en que la mente se fractura por amor, por miedo o por agotamiento. Es un estudio sobre las formas de la fragilidad, pero también sobre la dignidad de resistir.
Las locuras es, en última instancia, un retrato de la cordura como ficción social. Nadie está completamente cuerdo, nos dice García; todos transitamos nuestras propias pequeñas locuras diarias. Lo admirable es que el filme logra enhebrar esa reflexión sin recurrir a la retórica, sino a través de la pura emoción cinematográfica: los rostros, las pausas, los ecos de una ciudad que respira como un corazón cansado.
Rodrigo García ha hecho, probablemente, su mejor película. No porque sea perfecta —hay tramos que se extienden más de lo necesario—, sino porque encarna un equilibrio inusual entre madurez narrativa y emoción contenida. Es una obra que observa la vida con los ojos del escritor y la filma con la sensibilidad del poeta.