Kathryn Bigelow construye un thriller nuclear en tiempo real que se transforma en una amarga reflexión sobre el miedo y el poder a través de una estructura repetitiva y fragmentada, donde la directora revela la parálisis moral y burocrática de Estados Unidos.
Una casa de dinamita (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Kathryn Bigelow
Reparto: Idris Elba, Rebecca Ferguson, Gabriel Basso, Jared Harris, Tracy Letts, Anthony Ramos, Jonah Hauer-King, Greta Lee y Jason Clarke.
Disponible en Netflix
Hay en Una casa de dinamita un eco insistente de la paranoia americana que Kathryn Bigelow lleva décadas diseccionando con precisión quirúrgica. Desde The Hurt Locker hasta Zero Dark Thirty, la cineasta ha explorado cómo el poder y la violencia moldean la identidad nacional de Estados Unidos. Pero en su nueva película, esa mirada se torna más amarga y desencantada. Una casa de dinamita no es simplemente un thriller nuclear: es una autopsia del sueño americano en su fase terminal, un retrato del colapso institucional que ocurre cuando la maquinaria militar se enfrenta al abismo de su propia obsolescencia.
La premisa parece simple: un misil de origen desconocido ha sido lanzado desde el Pacífico hacia Estados Unidos. Restan apenas veinte minutos para el impacto. En la Sala de Situación, las autoridades intentan determinar quién atacó y cómo responder antes de que Chicago desaparezca del mapa. Sin embargo, Bigelow no elige el camino del suspenso lineal. En una decisión formal tan audaz como polémica, el relato se reinicia tres veces, repitiendo esos mismos veinte minutos desde distintos puntos de vista. Lo que en teoría podría haber sido un ejercicio narrativo a lo Rashomon o Dunkirk, termina convirtiéndose en un gesto desesperado: la repetición como metáfora del estancamiento político, del eterno retorno de una nación atrapada en su propio discurso de defensa y venganza.
La directora, junto al guionista Noah Oppenheim, convierte el tiempo en una trampa. Cada repetición diluye la tensión que ella misma construyó con tanta maestría en el primer acto, pero esa pérdida de adrenalina no es solo un fallo estructural: es un síntoma. El sistema, parece decir Bigelow, ha dejado de aprender. Los personajes —interpretados por un elenco impecable encabezado por Rebecca Ferguson, Jared Harris, Jason Clarke e Idris Elba— son figuras atrapadas en la burocracia, en el lenguaje técnico y la jerga militar que sustituye la empatía por acrónimos. En sus labios, el apocalipsis se pronuncia como un protocolo.
La cámara en mano de Bigelow, cercana al estilo del cinéma vérité, introduce una fisicidad inusual en el cine bélico contemporáneo. La sensación de inmediatez y caos —amplificada por el uso del plano secuencia y la partitura enervante de Volker Bertelmann— convierte cada conversación en una batalla contenida. Sin embargo, la verdadera guerra que libra la película no es contra un enemigo exterior, sino contra el propio relato estadounidense de la amenaza. El misil que surca el cielo no proviene tanto de un adversario geopolítico como del inconsciente colectivo de una nación que necesita creerse bajo ataque para justificar su existencia.

En esa lectura, Una casa de dinamita funciona como una crítica devastadora del discurso patriótico que ha sostenido buena parte del cine de acción y del aparato político norteamericano. Bigelow, que alguna vez fue acusada de glorificar el intervencionismo, parece aquí ajustar cuentas con su propio pasado. La película, en su repetición extenuante y su estructura fragmentada, expresa la imposibilidad de resolver el trauma fundacional de Estados Unidos: el miedo a la vulnerabilidad. Cada versión de los hechos es un intento fallido de recuperar el control, de imponer sentido en medio del caos. Pero la cámara de Bigelow no concede ese alivio. Su realismo es demente, su precisión es inútil. Todo está perdido desde el principio.
Hay una lucidez incómoda en cómo la directora muestra la coreografía del poder: la presidenta invisible, los asesores sin rostro, los militares que repiten frases automatizadas mientras el mundo arde. Es una puesta en escena que roza el documental, pero con una carga emocional abrumadora. La tensión no proviene del misil que se acerca, sino del silencio entre las órdenes, de la impotencia frente a la pantalla que transmite datos incomprensibles. En esa distancia entre la imagen y la acción, entre el gesto y la consecuencia, Bigelow captura la esencia del siglo XXI: una era donde el fin del mundo se anuncia por protocolo y se administra desde una interfaz.
Quizás Una casa de dinamita no alcance la perfección narrativa de The Hurt Locker o la densidad política de Zero Dark Thirty, pero su ambición formal la convierte en un gesto radical dentro del cine mainstream estadounidense. Es un film que arriesga al punto del desbalance, que abraza su propio error como parte del diagnóstico que propone: la repetición del desastre como forma de gobierno. El misil nunca es interceptado, pero tampoco importa. La verdadera explosión —como sugiere el título— ocurre adentro: en la conciencia colectiva de un país que vive sobre una casa de dinamita, esperando el momento de estallar.
Bigelow, fiel a su mirada de autora dentro del sistema, entrega una obra ambigua y feroz, donde el heroísmo cede ante la lucidez y la acción se disuelve en burocracia. En tiempos de algoritmos, amenazas difusas y guerras invisibles, Una casa de dinamita es una advertencia: el enemigo ya no está afuera, sino en la necesidad patológica de imaginarlo.