Depredador: Tierras salvajes | Review

Dan Trachtenberg revitaliza la saga al convertir al icónico cazador en un héroe vulnerable. La película combina acción brutal con una carga emocional inesperada, centrada en la relación entre Dek, un Predator marginado, y Thia, una androide dañada interpretada por Elle Fanning.
Depredador: Tierras Salvajes (2025)
Puntuación:★★★½
Dirección: Dan Trachtenberg
Reparto: Elle Fanning y Dimitrius Schuster-Koloamatangi
Disponible en cines

En una época en la que las franquicias parecen revivir más por inercia que por inspiración, Depredador: Tierras Salvajes (Predator: Badlands, 2025), dirigida por Dan Trachtenberg, emerge como una excepción que se atreve a respirar vida en una criatura ya mítica del cine de acción. Lo que pudo haber sido otro capítulo reciclado en la saga del cazador alienígena termina siendo un ejercicio de renovación estética y moral, una película que —sin dejar de ser brutal, trepidante y visceral— redefine a su monstruo más icónico desde la empatía y la vulnerabilidad.

Trachtenberg, que ya había revitalizado el universo con Prey (2022), vuelve a demostrar que entiende el pulso narrativo del género: la tensión, el silencio, el cuerpo y la mirada como armas narrativas. Pero esta vez, el director opta por algo más ambicioso: construir una parábola sobre el orgullo, la diferencia y la necesidad del otro en un mundo (o galaxia) que glorifica la violencia como única forma de validación.

La historia sigue a Dek (Dimitrius Schuster-Koloamatangi), un joven Predator marginado de su clan por su debilidad. Su travesía hacia el planeta Genna en busca de una bestia legendaria —el Kalisk— no es solo una cacería, sino un rito de autoconocimiento. En ese desolado territorio, entre montañas neozelandesas convertidas en paisajes extraterrestres por la fotografía de Jeff Cutter, Dek encuentra a Thia (Elle Fanning), una androide mutilada pero curiosamente viva, cuya humanidad se contrapone a la frialdad de su diseño mecánico.

La alianza entre ambos, improbable pero genuina, da forma al corazón emocional de la película. Lo que en cualquier otra entrega de la franquicia habría sido una excusa para más explosiones y mutilaciones, aquí se convierte en un estudio sobre la empatía y el aprendizaje mutuo. Thia y Dek, ambos marginados por su supuesta imperfección, reflejan una ternura inusual dentro de un universo narrativo marcado por la brutalidad. Esa vulnerabilidad compartida convierte a Tierras Salvajes en la entrega más humana de la saga, sin renunciar a la adrenalina ni al espectáculo visual.

Sin embargo, Trachtenberg no se permite caer en sentimentalismos gratuitos. Cada gesto de compasión tiene un costo. Cada silencio se carga de amenaza. La tensión entre la supervivencia y la conexión es palpable, y el director la filma con un equilibrio admirable entre lo introspectivo y lo sensorial. En ese sentido, la banda sonora de Sarah Schachner y Benjamin Wallfisch cumple un papel esencial: sus pulsos electrónicos, llenos de percusión y distorsión, no solo acompañan la acción, sino que acentúan el contraste entre lo orgánico y lo sintético, entre la carne alienígena y el metal sensible.

Elle Fanning, en un exigente doble papel —como Thia y su contraparte malvada, Tessa—, ofrece la interpretación más sorprendente de la cinta. En Thia, construye una androide luminosa, con humor y vulnerabilidad, un eco de los androides de Blade Runner pero filtrado por la calidez de una actriz que entiende la tragedia de saberse artificial. En Tessa, en cambio, es una presencia glacial y amenazante, una sombra que proyecta la pregunta más perturbadora del film: ¿qué distingue realmente al monstruo del héroe?

La película, por supuesto, no está exenta de sus debilidades. Su trama, de estructura clásica y desenlace predecible, a veces se siente encorsetada por los límites del blockbuster contemporáneo. El guion plantea metáforas sobre la diferencia y la redención sin desarrollarlas del todo, confiando en que la acción —violenta, ágil y espectacularmente coreografiada— sostenga el relato. Y lo logra, aunque deja la sensación de que Tierras Salvajes pudo haber sido algo más que una reinvención eficaz: pudo haber sido una reflexión más profunda sobre la herencia del monstruo como figura trágica.

Aun así, el film consigue algo insólito: reconciliar a Depredador con la emoción. Por primera vez, la criatura que Arnold Schwarzenegger enfrentó en la jungla hace casi cuarenta años no es solo símbolo de la caza, sino de la supervivencia afectiva. Trachtenberg reconfigura la violencia como un lenguaje expresivo, una extensión del conflicto interno del protagonista. Cada golpe, cada herida, cada rugido parece decir más sobre la necesidad de ser visto que sobre el placer de destruir.

Depredador: Tierras Salvajes no solo es una de las películas de acción más potentes del año; es también una meditación sobre la otredad en clave de ciencia ficción. Al final, el cazador marginado y la androide incompleta se convierten en espejos de nuestra propia humanidad: esa mezcla de fuerza y fragilidad que nos hace sobrevivir, incluso en los paisajes más hostiles. Y cuando Dek alza su arma no para cazar, sino para proteger, el monstruo de una saga ensangrentada alcanza, por fin, la redención.

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