David Freyne crea una comedia romántica fantástica ambientada en un más allá burocratizado donde las almas deben decidir con quién pasar la eternidad. Elizabeth Olsen se debate entre su Miles Teller y Callum Turner, en una historia que mezcla humor, melancolía y nostalgia por el cine romántico de los 90.
FICM 2025 | Eternity (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: David Freyne
Reparto: Miles Teller, Elizabeth Olsen, Callum Turner, John Early, Olga Merediz y Da’Vine Joy Randolph
David Freyne se atreve a hacer algo que pocos cineastas contemporáneos se animan a intentar: rescatar la comedia romántica de alto concepto y dotarla de una melancolía metafísica. Lejos del cinismo o de la ironía que dominan el género en tiempos de plataformas y algoritmos, Freyne elige la fantasía como vehículo para hablar del amor, la pérdida y la necesidad —a veces ilusoria— de cerrar los ciclos afectivos. Su película se sitúa en un más allá burocratizado, donde las almas deben decidir, en apenas una semana, con quién y dónde pasar la eternidad. Es un espacio entre la vida y la muerte, pero también entre la nostalgia y la resignación.
Desde su premisa, Eternity se ubica en una tradición que va de A Matter of Life and Death (Powell & Pressburger, 1946) a What Dreams May Come (Vincent Ward, 1998), pasando por Ghost (Jerry Zucker, 1990). Pero lo hace con un tono juguetón, casi autoparódico, que recuerda al cine de los 90 que evoca: ese universo de Clueless, Practical Magic o La boda de mi mejor amigo donde el amor y la estética camp convivían con el melodrama. El resultado es una cinta que, aunque ligera en apariencia, esconde un comentario agudo sobre cómo el amor romántico persiste como construcción incluso después de la muerte.
Freyne convierte el más allá en un showroom del deseo, un centro de convenciones de los años 60 donde cada alma puede elegir su eternidad ideal: un Mundo Playa, un Mundo sin Hombres, un Queer World. Esta imaginería —tan colorida como absurda— desarma el mito del cielo y lo reemplaza con una parodia del capitalismo emocional: elegir tu eternidad se parece más a comprar un tiempo compartido que a alcanzar la trascendencia. En ese escenario de neones y vendedores sonrientes, Joan (Elizabeth Olsen) se ve obligada a decidir entre dos versiones de su pasado: el amor juvenil e idealizado de Luke (Callum Turner) o la estabilidad de un matrimonio largo con Larry (Miles Teller).

Lo que podría ser un simple triángulo amoroso se transforma en una reflexión sobre el tiempo y la identidad. ¿Quiénes somos cuando el cuerpo y la edad ya no nos definen? ¿Qué significa amar a alguien si las memorias que compartimos pueden ser reconfiguradas o reencarnadas en versiones más jóvenes de nosotros mismos? Freyne articula estas preguntas a través de la tensión entre lo tangible y lo ideal. Luke representa el amor suspendido en la perfección del recuerdo, congelado por la muerte temprana. Larry, en cambio, encarna el peso de lo vivido: los años, las decepciones, la rutina. Joan, atrapada entre ambos, no elige solo un hombre, sino una forma de existir en la memoria.
Sin embargo, Eternity no logra siempre equilibrar la profundidad de su planteamiento con la consistencia formal que requiere. La cámara de Freyne, a menudo estática y mal compuesta, desaprovecha la grandiosidad del diseño de producción. El universo visual, con su estética retrofuturista y sus espacios saturados de color, se diluye en planos reiterativos que no capturan la magia del lugar. Esta torpeza visual resta fuerza a un mundo que, conceptualmente, podría haber competido con la exuberancia de un The Good Place o el artificio meticuloso de Beetlejuice.
Tampoco ayuda que los personajes secundarios —notablemente los asesores de ultratumba interpretados por Da’Vine Joy Randolph y John Early— eclipsen a los protagonistas con una energía cómica que la narrativa principal no logra sostener. Cada vez que aparecen, la película respira, se siente más libre, más viva. Pero cuando el relato regresa al triángulo central, todo se vuelve predecible. Joan, paradójicamente, carece de agencia: su papel se reduce a ser el objeto de deseo de dos hombres que discuten quién la merece más, en lugar de ser el eje emocional de su propia historia.

Sin embargo, lo que si tenemos son destellos de la sensibilidad queer que caracteriza la obra previa de Freyne, especialmente Dating Amber. En Eternity, esta sensibilidad emerge no tanto en la trama principal —que sigue siendo heteronormativa—, sino en los márgenes del relato: en los mundos paralelos de la eternidad queer, en la posibilidad de fuga amorosa entre Joan y su amiga lesbiana, en la naturalidad con que los personajes reconocen amores pasados de diversos géneros. Es en esos gestos laterales donde Freyne deja ver su mirada contemporánea, donde el amor no se entiende como destino sino como elección continua.
El problema es que Eternity se queda en la superficie de esa revolución emocional. Cuando el guion podría llevarnos hacia una ruptura —que Joan elija no elegir, que decida unirse a la amiga en París o incluso que desafíe el sistema del más allá—, la película opta por un cierre complaciente, casi “nolaniano” en su ambición formal, pero emocionalmente vacío. Freyne parece más interesado en el ingenio de sus giros que en el dolor o la ternura que podrían sostenerlos.
Aun así, Eternity es un intento valiente de devolverle peso emocional a la comedia romántica en tiempos de cinismo. A través de un tono melancólico, nostálgico y autoconsciente, Freyne propone que la verdadera eternidad no reside en el más allá, sino en los recuerdos compartidos y en la imposibilidad de soltarlos. Su película se siente, en última instancia, como una carta de amor al cine romántico de los 90, un género que, al igual que sus personajes, busca redimirse en el recuerdo.