La mitad perdida es una comedia oscura sobre el duelo entrelazado con identidades fracturadas. Dylan O’Brien ofrece una interpretación profundamente vulnerable, mientras James Sweeney crea un filme cómico e inquietante.
La mitad perdida (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: James Sweeney
Reparto: Dylan O’Brien, James Sweeney, Lauren Graham y Aisling Franciosi
Disponible en VOD
Hay películas que toman una premisa mínima —el duelo compartido entre dos desconocidos— y la convierten en un laboratorio emocional donde los afectos, las máscaras y las fugas psicológicas se revelan con precisión quirúrgica. La mitad perdida ( Twinless ), dirigida y protagonizada por James Sweeney junto a Dylan O’Brien, es una de esas obras que parecen avanzar con suavidad, casi como una comedia extravagante, mientras depositan bajo la superficie un entramado de fragilidad, manipulación y deseos parcialmente confesados. Desde su primer plano, Sweeney deja claro que este no es un relato sobre la hermandad como refugio, sino sobre la identidad quebrada que emerge cuando uno se queda solo, pero sigue sintiendo que vive doble.
Sweeney se apropia con soltura del humor negro para encapsular el dolor sin invalidarlo. Basta esa imagen temprana de Roman (O’Brien) frente a la tumba de su gemelo Rocky —idéntico, reflejado, casi un fantasma viviente— para comprender que la película juega con la ironía más cruel del duelo: la autoimagen se vuelve una herida abierta. Ese contraste entre lo ridículo y lo desgarrador es el terreno natural del director, que administra el tono como si fuera un acordeón: deja que la comedia se expanda, que la tensión se contraiga y que la emoción golpee sin previo aviso. Es un cine que respira, que concede lugar al silencio y que no teme que una carcajada sea interrumpida por un destello de verdad incómoda.
El encuentro entre Roman y Dennis (el propio Sweeney) en el grupo de apoyo para gemelos en duelo funciona como la puerta de entrada a esa ambigüedad emocional. A primera vista, la química entre ellos parece propia de una buddy comedy improbable: Roman, ingenuamente dulce; Dennis, tan perspicaz y ácido que casi parece desgastado por sí mismo. Pero el guion introduce una fractura fundamental cuando cambia la perspectiva y nos permite observar los mismos hechos desde el punto de vista de Dennis. Esa decisión —que podría haber sido un simple ejercicio de estilo— se convierte aquí en un punto de inflexión que reconfigura la confianza del espectador. Ya no miramos a Roman y Dennis desde un territorio neutral, sino desde la conciencia de que uno de ellos sabe más, siente más o es capaz de manipular más de lo que el otro imagina. Es en esa grieta donde la película se vuelve verdaderamente inquietante.

La dualidad se convierte entonces en método, tema y forma. Sweeney utiliza la pantalla dividida no como capricho visual, sino como extensión de su tesis sobre el desdoblamiento emocional: nadie es solo una versión de sí mismo, y la percepción ajena siempre altera la narración íntima. A veces, la simultaneidad de planos funciona como espejo; otras, como contradicción. El montaje revela una especie de coreografía asimétrica donde los personajes avanzan hacia un vínculo que nunca es totalmente transparente, donde incluso la comedia se ve teñida por una sensación de riesgo emocional.
Aisling Franciosi añade un contrapeso luminoso a este triángulo emocional, evitando el riesgo de convertirse en simple detonante narrativo. Su personaje se abre camino entre los silencios de los protagonistas y aporta una humanidad inesperada que revela que, en el universo de Sweeney, nadie está completamente libre de su propio doble interno.
La comedia —a veces rápida, otras seca, otras torpemente visual— nunca es un adorno. Sweeney la usa como bisturí, no como escape: cada chiste es una fisura, cada gag visual un recordatorio de que el dolor y el absurdo son hermanos gemelos. La música de cuerdas de Jung Jae-Il añade una capa de sofisticación emocional que acompaña la tensión creciente sin subrayarla.
La mitad perdida es, en esencia, una película sobre el duelo, pero también sobre la identidad, la percepción y la necesidad humana de aferrarse a otro cuando lo perdido parece irreparable. Sweeney demuestra que la comedia puede ser un vehículo para lo más oscuro, y que el cine, cuando se atreve a jugar con sus propios reflejos, puede revelar verdades que solo emergen en el límite entre la risa y el llanto.