‘Mi única familia’ marca el regreso de Mike Leigh al drama doméstico con una mirada incisiva sobre la alienación, el resentimiento y las dinámicas familiares contemporáneas, todo sostenido por una interpretación memorable de Marianne Jean-Baptiste.
Mi única familia (2024)
Puntuación:★★★★
Dirección: Mike Leigh
Reparto: Marianne Jean-Baptiste, Michele Austin, David Webber y Tuwaine Barrett
Disponible: VOD Google Play
Mi única familia, el más reciente largometraje de Mike Leigh, se inscribe dentro de esa tradición que el propio director ha consolidado a lo largo de décadas: retratos minuciosos de la vida cotidiana donde lo banal se transforma en material dramático de primer orden. No es que Leigh se repita, sino que vuelve a un territorio que domina con precisión quirúrgica, desplegando una sensibilidad que revela las grietas más íntimas del entorno doméstico. Luego de explorar épocas pasadas en obras como Mr. Turner o Peterloo, Leigh opta por un regreso a lo inmediato, a lo familiar, sin perder por ello ambición ni profundidad. Este regreso no responde a una nostalgia formal, sino a una necesidad artística: la de examinar, desde una perspectiva contemporánea, la fragilidad emocional que atraviesa las relaciones humanas más cercanas.
La trama se sitúa en una apacible calle suburbana del sur de Londres, en una vivienda cuya fachada cerrada y con contraventanas sugiere aislamiento y retraimiento emocional. Allí vive Pansy (Marianne Jean-Baptiste), una mujer de mediana edad que inicia su jornada con un ataque de pánico y la continúa con una cadena de estallidos de ira apenas contenidos. Su hostilidad se dirige a cualquiera que cruce en su camino: desde profesionales de la salud hasta empleados de supermercado. Este comportamiento no responde a una simple falta de amabilidad, sino a una corrosiva mezcla de misantropía, ansiedad, resentimiento y un miedo paralizante, que la ha encerrado en una existencia de amargura ruidosa y solitaria. La interpretación de Jean-Baptiste es un tour de force de contención y estallido, logrando encontrar el patetismo humano incluso en los momentos más desagradables de su personaje. En sus silencios, en el temblor apenas perceptible de su labio, revela más de lo que cualquier arrebato verbal podría sugerir.
La personalidad de Pansy ha comenzado a desgastar emocionalmente a quienes la rodean. Su esposo Curtley (David Webber), un fontanero silencioso y apático, parece una figura casi fantasmal, como si estuviera completamente derrotado por el hastío y la rutina. La relación conyugal ha sido absorbida por la monotonía y la tensión constante, dejando en él apenas un reflejo del hombre que fue. Por su parte, Moses (Tuwaine Barrett), su hijo de 22 años, desempleado e introspectivo, ha encontrado refugio en largas caminatas solitarias y en la música que escucha a través de sus auriculares, que actúan como un muro invisible frente al caos emocional del hogar. Su retraimiento no es mero capricho juvenil, sino una estrategia de supervivencia ante un ambiente doméstico cada vez más sofocante.

En contraste, Chantelle (Michele Austin), hermana de Pansy y peluquera de barrio, encarna un tipo de resiliencia cálida, capaz de contener tanto la tristeza como la alegría. Sus hijas adultas, Kayla (Ani Nelson), que trabaja en cosmética, y Aleisha (Sophia Brown), abogada en ascenso, son mujeres modernas y proactivas que representan un contrapunto esperanzador. El salón de belleza de Chantelle actúa aquí como un microcosmos narrativo —al igual que lo fueron el estudio fotográfico en Secrets and Lies o la sastrería en Vera Drake—, albergando una galería de personajes secundarios cuyas breves apariciones enriquecen la textura social del filme. Leigh demuestra nuevamente su maestría para esbozar, en unas pocas líneas de diálogo y gestos, vidas enteras.
Uno de los logros más notables de Mi única familia, es cómo conjuga la densidad emocional con una narrativa aparentemente simple. Leigh nunca es didáctico, pero sus películas funcionan como radiografías de lo social, y aquí plantea preguntas incisivas sobre los legados familiares, la alienación urbana y la lucha por conservar la dignidad en medio de la precariedad afectiva. La figura de Pansy, aunque grotesca por momentos, no deja de remitirnos a otras mujeres del universo leighiano: es una suerte de reverso oscuro de la optimista Poppy de Happy-Go-Lucky, o incluso una pariente distante de Cynthia en Secrets and Lies. Ambas películas, de hecho, comparten una estructura similar: una progresiva revelación de emociones largamente reprimidas que estallan en un entorno familiar aparentemente disfuncional.
La decisión de ambientar la historia en una familia afrocaribeña de clase trabajadora y clase media baja ha generado algunas discusiones respecto a la legitimidad de Leigh como narrador de esta experiencia particular. Sin embargo, su conocido método de creación colaborativa —basado en improvisaciones, desarrollo conjunto de personajes y talleres prolongados— sugiere que la autenticidad cultural del filme se debe en gran parte a las aportaciones de su elenco. La alternancia de registros lingüísticos en el habla de Pansy, entre el cockney londinense y la cadencia caribeña, no solo es verosímil, sino reveladora de una identidad fracturada por el desarraigo.

Es notable que, aunque el racismo no se aborda de forma explícita, permanece latente en ciertos gestos y situaciones, como en la escena donde la jefa de Kayla —una ejecutiva blanca interpretada con brutal eficacia por Samantha Spiro— intenta desautorizarla públicamente. Leigh evita los discursos directos, pero capta con agudeza cómo la violencia simbólica y el clasismo racializado operan bajo la superficie.
Visualmente, Mi única familia es contenida pero minuciosa. La fotografía de Dick Pope privilegia los encuadres sobrios y funcionales, con un sentido del espacio que refuerza la asfixia emocional de los personajes. Un ejemplo revelador es la imagen de un ramo marchito en una cocina sombría: un símbolo simple, pero cargado de una poesía silenciosa. El diseño de producción y el vestuario contribuyen igualmente al discurso temático, reflejando mundos interiores en cada textura, color y objeto.
En suma, Mi única familia se presenta como una obra que, sin abandonar la humildad de sus formas, alcanza una profundidad notable. Su riqueza radica no solo en los conflictos que expone, sino también en la forma en que nos obliga a contemplarlos sin concesiones, con una honestidad que por momentos resulta incómoda, pero nunca gratuita. Leigh ha logrado una película lúcida, amarga y compasiva a partes iguales: un retrato coral que, como lo mejor de su cine, es a la vez una herida abierta y una fuente de verdad.