La ópera prima de Gerard Oms, sigue a Sergio, un treintañero que, tras un partido en Utrecht, decide no volver a España para huir de una vida que siente ajena. Casas entrega una interpretación contenida y profunda, la más honesta de su carrera.
Muy lejos (2025)
Puntuación: ★★★½
Dirección: Gerard Oms
Reparto: Mario Casas, David Verdaguer, Ilyass El Ouahdani y Raúl Prieto
Disponible en Filmin
Muy lejos (o Molt lluny, en su título original) es de esas películas que no se contentan con contar una historia: te invitan a vivir dentro de la piel del protagonista, a respirar su mismo aire espeso, a compartir sus silencios. Es el debut en largo de Gerard Oms, quien antes de dirigir fue coach de actores como Milena Smit, Bárbara Lennie o el propio Mario Casas. Y aquí, Casas da un salto cualitativo en su carrera, ya que probablemente sea su interpretación más desnuda, más expuesta y menos complaciente.
El Sergio de Casas no necesita grandes parlamentos: habla con la mirada baja, con los hombros encorvados, con silencios que pesan más que cualquier frase. Casas se mueve en un registro casi documental, sosteniendo la cámara con la verdad de sus gestos, sin miedo a mostrarlo vulnerable, incluso antipático por momentos. Es, quizá, el papel más contenido y honesto de su carrera, y uno que confirma que, como actor, ha dejado de buscar el aplauso fácil para jugar en una liga mucho más exigente.
Sergio, es un treintañero que viaja con su hermano y amigos para ver un partido en Utrecht, decide no volver a casa. Lo suyo no es una decisión impulsiva, aunque él se empeñe en disfrazarla de accidente —un pasaporte “robado” que nunca existió—, sino una huida calculada. No de la policía ni de una deuda, sino de algo mucho más inasible: de sí mismo. “No puedes huir de quién eres”, le advierte un personaje, y esa frase se convierte en el núcleo duro de la película.
El fútbol, omnipresente en la trama, funciona como metáfora de ese tira y afloja con la identidad. Desde el arranque, Oms filma a la hinchada como una manada compacta, sudorosa, coreando cánticos y agitando banderas, donde la pertenencia se gana imitando gestos y tragando cerveza a la misma velocidad que los demás. Sergio está ahí, pero también está fuera: observa de reojo, copiando el guion de una masculinidad ruidosa que nunca termina de calzarle. En el terreno de juego, como en la vida, él parece un jugador colocado en una posición que no es la suya, intentando cumplir un rol para el que no siente vocación.

Cuando decide quedarse en Holanda, empieza un partido distinto, uno que no se juega en estadios sino en cocinas grasientas y habitaciones de alquiler. Es un fútbol sin árbitro ni reglas claras, donde el rival es la soledad, la barrera del idioma y la hostilidad del entorno. Sergio tiene que improvisar jugadas para sobrevivir: pedalear en una bicicleta que luego le roban, cargar muebles, lavar platos, aferrarse a los pocos vínculos que encuentra con otros “exiliados” de la vida. Entre ellos, una mujer que le alquila un cuarto e intenta, sin éxito total, abrir la coraza que él lleva puesta como defensa central.
La película no se apura en marcar goles. Oms filma con cámara en mano y largos planos secuencia, siguiendo de cerca a Sergio como si el espectador fuese su sombra. Esa proximidad recuerda al cine de los hermanos Dardenne y a colegas españoles como Belén Funes o Álvaro Gago, donde la cámara no solo observa, sino que comparte el peso de los días. Así, cuando llega el momento de liberación del protagonista, también nosotros sentimos que nos quitamos de encima la camiseta sudada de un partido eterno.
El gran acierto es cómo la metáfora futbolística se infiltra en todo sin forzarla. Sergio sigue llevando su camiseta incluso en las calles frías de Utrecht, como si fuera su única prenda de identidad. Pero poco a poco, la va resignificando: ya no es el uniforme para encajar en un grupo, sino una prenda que lleva por sí mismo, un recordatorio de que no hace falta cambiar de equipo para jugar a otra cosa.
Muy lejos es, al final, cine social de alto calibre, que no teme mostrar a un hombre perdido en un fuera de juego emocional y vital. No hay redención fácil ni gol en el último minuto, pero sí un extraño consuelo: la certeza de que, aunque no podamos huir de quiénes somos, tal vez podamos aprender a jugar de otra manera.