Tiempo de guerra | Review

Tiempo de guerra es una experiencia cinematográfica inmersiva y brutal que retrata, en tiempo real, el colapso de una misión de vigilancia en Irak desde la perspectiva de un escuadrón de Navy SEAL. Dirigida por Alex Garland y Ray Mendoza, la película evita la glorificación bélica y apuesta por un realismo que transmite miedo, caos y hermandad. 
Tiempo de guerra (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Alex Garland y Ray Mendoza
Reparto: Will Poulter, Joseph Quinn, D’Pharaoh Woon-A-Tai, Cosmo Jarvis, Kit Connor, Aaron Mackenzie, Finn Bennett, Michael Gondolfini, Joe Macaulay y Charles Melton
Disponible en Prime video

En Tiempo de guerra, Alex Garland y Ray Mendoza nos sumergen en el corazón palpitante del combate moderno con una crudeza sin concesiones. Lejos de las narrativas heroicas o las denuncias ideológicas que suelen marcar el cine bélico contemporáneo, esta película propone una experiencia sensorial al límite: una recreación en tiempo real de una operación militar que se transforma, minuto a minuto, en una pesadilla sin salida.

Ambientada en una anodina vivienda iraquí durante la ocupación de 2006, Tiempo de guerra no pretende explicar la guerra ni justificarla: la habita. Mendoza —ex Navy SEAL que vivió los hechos en carne propia— y Garland —director de mirada clínica y provocadora— construyen un relato donde el suspense no nace de la estrategia, sino del miedo puro, la espera insoportable y el sonido seco de una explosión que corta el aire. Lo que ofrecen no es entretenimiento ni lección moral: es una vivencia encarnada, desgarradora, que empuja al espectador a vivir la guerra como lo haría un soldado —sin contexto, sin consuelo, sin salida.

Rodada casi enteramente en una única localización —una vivienda reconstruida con exactitud milimétrica en los estudios Bovingdon Airfield—, Tiempo de guerra se desarrolla en tiempo real, un recurso narrativo que intensifica la urgencia y el encierro. Esta decisión formal no es gratuita; refuerza la claustrofobia inherente a la misión, y convierte la película en un artefacto de inmersión total. La cámara de David J. Thompson, con encuadres estrechos y coreografías contenidas, limita nuestra visión al perímetro del escuadrón. No hay planos amplios ni respiros visuales: el espectador queda atrapado dentro del espacio cerrado, forzado a compartir la ansiedad con los personajes.

En lugar de recurrir al montaje frenético típico de muchas películas bélicas, el montaje apuesta por planos secuencia prolongados —algunos de hasta 15 minutos— que prolongan la tensión hasta lo insoportable. Esta elección formal convierte cada movimiento, cada decisión, en un acto lleno de peso y consecuencias, y despoja al espectador de cualquier ilusión de distancia o seguridad. En un mundo donde incluso respirar se siente como un riesgo, cada plano es una trinchera.

Aunque protagonizada por actores conocidos —Will Poulter, Cosmo Jarvis, Joseph Quinn, Finn Bennet, Charles Melton—, Tiempo de guerra no capitaliza sus rostros para vender drama o espectáculo. De hecho, la familiaridad de sus facciones choca con la brutalidad del contexto, subrayando una verdad incómoda: estos soldados son jóvenes, casi adolescentes. Esta juventud, que en otra película podría haber sido una distracción, aquí es central. No vemos a hombres endurecidos por la guerra, sino a muchachos enfrentando el horror con los pocos recursos que les quedan: camaradería, humor negro y la negación.

El filme evita cuidadosamente el sentimentalismo. Aunque hay gestos de humanidad, estos no se articulan en grandes discursos ni gestas heroicas. Mendoza y Garland no quieren que admiremos a sus personajes, sino que los entendamos: su miedo, su dolor, su código de honor basado no en banderas, sino en la promesa de no abandonar a un hermano caído.

Quizás la omisión más significativa de Tiempo de guerra sea su tratamiento de los civiles iraquíes. A pesar de que el escuadrón invade un hogar, y que la familia permanece encerrada durante la mayor parte del relato, su presencia es casi un pie de página. La película no ignora esta ausencia, pero tampoco intenta compensarla. Es, en ese sentido, honesta con su punto de vista: no es una película sobre Irak ni sobre el conflicto geopolítico, sino sobre los hombres que estuvieron ahí dentro.

Esta decisión puede frustrar a quienes esperan una crítica más frontal a la maquinaria militar estadounidense. Pero Tiempo de guerra no aspira a la condena, sino a la memoria. No quiere interpretar el trauma, sino simplemente registrarlo. Su fidelidad no es a una ideología, sino a una experiencia subjetiva: “esta película solo utiliza sus recuerdos”, se nos advierte al inicio. Y esa subjetividad es, a la vez, su mayor fuerza y su límite.

La aparición de los verdaderos soldados al final de la cinta —especialmente del verdadero Elliott Miller— confiere a Tiempo de guerra una dimensión postraumática. No es sólo una película sobre la guerra, sino parte de ella: un exorcismo tardío, un intento de comprender lo incomprensible. La mayoría de los veteranos se niegan a mostrar sus rostros, como si el horror aún les perteneciera, como si devolverle forma fuera también devolverle poder.

En este sentido, el filme se convierte en un archivo de cicatrices. No propone una reflexión nueva sobre la guerra, ni lo pretende. Lo que hace, y lo hace con ferocidad y precisión, es documentar cómo la guerra se incrusta en el cuerpo, en la memoria, en el tiempo detenido de una casa en Ramadi.

En conclusión, la película no revoluciona el cine bélico, ni pretende buscarlo, pero lo honra con un acto de autenticidad abrasadora. En una época donde el espectáculo suele disfrazarse de realismo, Garland y Mendoza ofrecen una experiencia honesta, incómoda y profundamente humana. No es una película para todos los públicos, ni lo pretende. Es un testimonio coral, claustrofóbico y extenuante de cómo la guerra se vive en minutos eternos, donde cada decisión cuenta y cada segundo puede ser el último.

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