La Grazia | Review

La Grazia confirma el retorno de Paolo Sorrentino a su cine más íntimo y político. A través de la figura del presidente Mariano De Santis, interpretado con hondura por Toni Servillo, el director construye una meditación sobre el poder, la fe y la culpa.
FICM 2025 | La Grazia (2025)
Puntuación: ★★★★
Dirección: Paolo Sorrentino
Reparto: Toni Servillo, Anna Ferzetti, Orlando Cinque y Massimo Venturiello

Con La Grazia, Paolo Sorrentino regresa al corazón de su cine: la tensión entre el poder y la fragilidad humana, entre la pompa institucional y la introspección espiritual. Tras la exuberancia algo dispersa de Parthenope, el director italiano parece reencontrarse con su tono más sobrio y metafísico, recordando que detrás de su barroquismo habitual late siempre una preocupación moral. Aquí, el artificio se modera para dejar hablar al silencio, al tiempo detenido y al rostro cansado de su viejo cómplice Toni Servillo.

El filme se construye como una parábola política, pero también como un examen de conciencia nacional. Sorrentino revisita los espacios del poder —los corredores dorados del Palacio del Quirinal, los salones desiertos, las cenas ceremoniosas bajo lluvia— no como símbolos de grandeza, sino como mausoleos del pensamiento. En esta Roma melancólica, la política se convierte en un teatro de la duda: la cámara encuadra a Mariano De Santis como si fuera un fantasma contenido entre columnas, un hombre que se disuelve en la geometría del Estado. Es una imagen que recuerda a Antonioni, pero también al propio Sorrentino de Il Divo, solo que ahora la ironía se disfraza de compasión.

El dilema moral —la aprobación de una ley de eutanasia— funciona como el eje ético y simbólico de la película. Sorrentino plantea la pregunta esencial de la política contemporánea: ¿es posible decidir por el bien común cuando la fe, el dolor y la soledad se entrecruzan? En esa encrucijada, el director contrapone la burocracia fría del sistema con la humanidad imperfecta de su protagonista. Los encuadres simétricos, las luces mortecinas y los reflejos en los ventanales del palacio refuerzan esta dualidad entre el poder como escenario y la duda como conciencia.

Toni Servillo ofrece una de sus interpretaciones más contenidas y dolientes, casi un estudio sobre la erosión del alma en la vejez. Su Mariano De Santis no es el monstruo de Il Divo ni el hedonista de La gran belleza, sino un hombre petrificado por la moral, atrapado en el mármol del poder y en los recuerdos de una vida que ya no le pertenece. Sorrentino lo filma con una reverencia distante, consciente de que su actor fetiche encarna también la memoria de su propio cine: un rostro capaz de contener la historia y la melancolía de toda una nación.

En La Grazia, la política se vuelve un espejo espiritual. Los diálogos sobre justicia, perdón y muerte son, en el fondo, meditaciones sobre la redención. El título mismo —“gracia”— funciona como metáfora múltiple: la gracia divina que se busca en el acto de perdonar, la gracia política del indulto, pero también la gracia estética con que Sorrentino encuadra la decadencia. Daria D’Antonio, en la dirección de fotografía, aporta un tono gélido y ceremonioso, donde la arquitectura italiana —tan monumental y eterna— parece aplastar la insignificancia de los cuerpos.

El film oscila entre lo sagrado y lo absurdo, entre la teología y la sátira. En sus mejores momentos, Sorrentino logra una poesía visual de lo político: un presidente que contempla la lluvia mientras un mandatario extranjero avanza bajo el viento; una videollamada fallida con un astronauta, símbolo del aislamiento contemporáneo; una cena de excombatientes que deviene rito de comunión perdida. Son imágenes que condensan la melancolía existencial del autor, ahora sin su habitual sarcasmo, sino con una serena lucidez.

Con La Grazia, Paolo Sorrentino se reconcilia consigo mismo. Abandona la grandilocuencia para construir un filme más austero, pero no menos profundamente suyo: una elegía sobre la responsabilidad, la fe y la pérdida. El artificio no desaparece, pero se depura. Lo que queda es la mirada de un cineasta maduro que ha entendido que el poder —político o artístico— solo tiene sentido cuando se enfrenta a la duda.

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